«Cuando suena la campana, te
sacan el banquito y uno se queda solo»
Oscar «Ringo» Bonavena
Hay momentos en la vida en los que estás solo. En los que dependés de vos y solamente de vos. Independientemente de si hiciste las cosas bien, la vida, vía el cruel azar o un error de cálculo tuyo, te mandó a arreglártelas solo.
Es en esos momentos en los que te acordás de los que te quieren, que deseás que estén a tu lado para ayudarte. Pero tenés que salir adelante en base a tus propias decisiones y de la fortaleza de tu carácter.
Solo.
Quedaste solo ante un error de cálculo en un negocio que soñaste sería el camino a tu prosperidad. Solo cuando, siendo joven, tomaste la dirección contraria a la que te aconsejaron tus padres. Solo porque el cruel azar te quitó un ser querido. Solo cuando el desengaño de un amor te partió el corazón…
Solo.
Reflexionaba sobre la soledad el sábado mientras ejecutaba –solo– una de las duras rutinas a las que me tiene acostumbrado mi entrenador Marcelo Villagra (*). Entre progresión y progresión (ejercicio difícil si lo hay) me acordé de lo solo que me sentí cuando corrí por primera vez en la selva misionera, en agosto de 2012, los 90K de la Ultramaratón Yaboty.
Ahí me di cuenta de que el ultramaratonismo, como el deporte en general, es una fiel metáfora de la vida: es bella, pero a veces cruel, por errores propios o por el azar. Y es ahí donde debés sacar a relucir tu carácter. Vas a llorar por bronca o miedo. Pero tenés que salir adelante. Cueste lo que cueste…
Solo.
La aventura
A fines de 2011 había tomado la decisión de prepararme para correr la Ultra Trail du Mont Blanc (UTMB), para lo cual debía juntar los puntos necesarios para ir a sorteo. Para ello, ya había decidido correr los 100K de la Patagonia Run y los 80K de la Half Mission.
Me faltaba una ultra más y no sabía cuál elegir. “Tengo una carrera que a vos que te gusta la aventura te va a encantar”, me dijo mi amigo trail runner Aníbal Sánchez, luego de un duro fondo que habíamos hecho juntos un sábado del verano de 2012 en nuestro pedemonte. “¿Cuál?”, le pregunté. “Es en la selva; Yaboty se llama, buscalo en Internet, hay un video”, me dijo. Apenas me dejó en mi casa, googleé “Yaboty” y apareció un atrapante video que era una invitación a la aventura.
Sin dudar un instante ese mismo sábado de verano, estrujando, una vez más, la tarjeta de crédito me inscribí. Al lunes siguiente fui de cabeza a las oficinas de Aerolíneas Argentinas a sacar los pasajes aéreos, obviamente estrujando la otra tarjeta…
Los miedos
Seguí entrenando, llegó abril y pasó mi primera experiencia ultramaratonista en los 100K de la Patagonia Run en San Martín de Los Andes.
Pero seguía entusiasmado por la “aventura” selvática…
Una semana antes de la carrera veo un video en Youtube con una entrevista a un guardaparque de Yaboty. “¿Qué posibilidades hay de encontrarse con un animal salvaje?”, le preguntaron y la respuesta llegó inmediata: “Están libradas al azar”.
“Claudio, ¡en qué te metiste!”, me dije. Hubo un click. Y empezaron los miedos que arrastraba desde mi niñez cuando miraba películas de la selva, donde aparecían víboras venenosas y animales salvajes que mataban “cruelmente” a seres humanos.
Pensé en no ir pero era muy tarde: ya había hecho todos los gastos y no podía tirar la plata a la basura. Y el sueño del UTMB.
Soledad y lágrimas
En esa época me pasaba algo en las carreras no masivas: tenía un ritmo por el cual me despegaba del grueso del pelotón, pero quedaba muy lejos del grupo de punteros.
El circuito, ese año, partía de un pueblito pequeño llamado San Pedro que estaba en el medio de Misiones. Luego de trotar poco más de 30K por una “transición” (zona rural de variadas plantaciones de té, yerba y forestales y de cría de ganado bovino) ingresábamos a la reserva Yaboty, en plena selva…
A esa altura, pasó lo que temía: quedé solo.
Así empecé a internarme por una huella que se hacía cada vez más oscura por la tupida flora. En un momento dado, doy vuelta la cabeza y sentí la soledad en su máxima expresión. “¿Qué hago?”, dije. Volverme no tenía sentido porque lo mismo tenía que afrontar la selva. Había que seguir. Corría desenfrenadamente. A la hora, el cantar de los pájaros (¡uh, uh, uh, uh..!) me atemorizaba. Los ruidos de la jungla me aterrorizaban “¿Será un yaguareté que me puede comer? ¿Y si hay víboras venenosas?” Me detuve paralizado por el temor. Y lloré. Como un niño.
Solo.
Luego de un par de minutos logré tranquilizarme y caí en la cuenta que debía salir adelante. No tenía otra. Tenía que enfrentar el problema y con lo que siempre tuve: el corazón.
Luego de poco más de dos horas de frenéticas corridas logré salir de la selva y emprendí el último tramo hacia la meta. Sano y salvo. De un total de 76 corredores terminé 15° en la general y 6° en mi categoría por edad con un tiempo de 11 horas 20 minutos y 25 segundos.
Esa traumática experiencia me enseñó sobre la soledad que inexorablemente sentimos en algunos momentos de la vida y para los cuales debemos estar preparados. La soledad no mata. Puede doler. Pero si la sobrellevás te puede fortalecer.
Prueba de ello es que un año después volví a Yaboty a correr de nuevo 90K y me fue mucho mejor: con más participantes que en 2012 (160) fui top ten en la general (8º) y saqué podio en mi categoría por edad (2º) con un tiempo de 9 horas 04 minutos y 02 segundos.