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Ingrediente de la montaña

“Nunca supe el costo de chocar con la verdad
Pero sí sabía que estrellarse duele
Sé que algunas piezas no encajarán jamás
Te aseguro que mal puestas pueden funcionar

Imagino que a tu forma de ser le sobra
El ingrediente que a mi forma de amar le falta…”

“Ingrediente”. Adrián “Dárgelos” Rodríguez,
del Álbum Discutible de Babasónicos

A las 4 de la mañana comienza mi enésima aventura ultramaratonista en la montaña. Mi lugar en el mundo. Ese espacio que llena los vacíos existenciales que pueda tener. Y donde me encuentro conmigo mismo.

En esta oportunidad, tiene el condimento especial de ser en mi Mendoza, luego de un año deportivo donde corrí en Europa, los 100K de la CCC de la UTMB, y en el Sur argentino, los 110K de Patagonia Run.

La largada fue a las 4 de la mañana desde la Villa Marista, en el Challao, Las Heras. Foto: gentileza Patricia Pérez Gasquet.

Llego con lo justo a la largada de la Ultra Cerro Arco, a esta altura el trail emblema de mi provincia. Alcanzo a saludar a los amigos del ambiente. Casi todos me preguntan el tiempo que haré en la carrera. Les contesto que sólo quiero terminar. La verdad es que, a esta altura, estoy cansado físicamente por el esfuerzo tremendo que hice a lo largo del año. Pero el agotamiento también es mental, derivado de varias circunstancias.

La orden de largada es puntual. En la Villa Marista del Challao, en pleno pedemonte lasherino, sólo se respira vida. Esa que brota de los poros de los atletas. La oscuridad de la noche se ilumina con las linternas frontales de los trail runners y las luces de bengala que preparó la organización para despedirlos.

Última trepada del cerro Áspero. Foto: gentileza Lucas Bylo.

Salimos del complejo hacia una calle asfaltada, al kilómetro doblamos a la derecha para tomar un río seco y empieza una subida progresiva de unos 2K. Salimos a la ruta del Circuito Papagallos y, luego de 500 metros, nos internamos de nuevo al río seco para seguir ascendiendo paulatinamente hasta el kilómetro 8 de carrera. El tramo no es extremadamente complejo pero las piernas se sienten pesadas por el ripio y las piedras que hay que sortear.

Nos espera el primer puesto de hidratación en la base del cerro Áspero, donde los voluntarios nos atienden con mucha amabilidad y sonrisas en el rostro. Ahora empieza la verdadera carrera porque hay que arremeter, ya en la precordillera Norte mendocina, el primer desnivel salvaje: poco más de mil metros positivos a lo largo de 7K. La oscuridad le da un aire místico a la carrera. Mucho más cuando giro la cabeza para mirar las luces de la Ciudad de Mendoza. Con ese recurso me distraigo para compensar el esfuerzo que debo hacer durante la trepada. Oigo un “permiso” de una voz muy conocida. Resulta ser Franco Oro, el trail runner elite. “¿Qué hacés acá? Deberías estar en la punta”, le digo sorprendido y me contesta que llegó media hora tarde a la largada. “¿Podré alcanzar a los punteros?”, me pregunta con su inconfundible tonada sanjuanina. Le contesto que puede por las capacidades que tiene. En muy poco tiempo lo pierdo de vista.

Poco a poco va clareando y, ya con luz solar, a las 7 de la mañana, llego a la cima del Áspero. Estoy contento porque estoy cumpliendo con mi plan. Desde el puesto de control, sito a 2.250 msnm, me indican que gire a la izquierda y empiece a bajar por un sendero desdibujado, pleno de piedras sueltas. Con satisfacción noto el afecto de los voluntarios que reconocen mi trabajo periodístico. Bajo muy concentrado para evitar caídas. Luego de un kilómetro, aproximadamente, empieza una trepada muy compleja porque no hay sendero. Tengo que saltar entre piedra y piedra y, literalmente, hacer equilibrio. La tarea es titánica porque es en subida: concretamente unos 400 metros positivos a lo largo de 3K hasta la cima del Mesillas (2.520 msnm).

En ese punto, luego de poco más de 4 horas de marcha, paro cinco minutos para tomar medio litro de agua, que me ofrecen del puesto de control. Ahora viene una leve bajada por un sendero ya marcado. Pero el alivio se transforma en martirio porque empieza la última trepada y siento náuseas que, sospecho, son por la altura. Estimo que, en el kilómetro 27, a los 2.800 msnm, divisaré las antenas que marcan el punto más alto del circuito. Me angustio porque ya estoy muy cansado. La cabeza me trabaja a mil y me arrepiento de haberme anotado en los 60K. “Debí correr los 40K”, me reprocho y estoy al borde del llanto por la frustración. Se agudiza el dolor en las piernas y pies. Y en el alma, porque pienso que hace tres años que no doy pie con bola, desde que se me abrió una herida por las injusticias que la vida me interpuso en el camino. Pienso en mis hijos. No aguanto y algunas lágrimas mojan mis mejillas. No puedo abstraerme. Aún a pesar de que el paisaje de la zona es maravilloso por el ocre de las laderas de los cerros.

Llegada al «puesto de las antenas», a 2.800 msnm. Foto: gentileza Cristian Amador.

El dolor se transforma en impotencia, primero, y en fastidio, después. Cuento cada kilómetro porque decidí llegar al próximo puesto, en el kilómetro 27 y abandonar. Pero, ¡oh sorpresa!, en el kilómetro 25 diviso las antenas que marcan el punto de descanso. Afortunadamente me recibe mi amigo Cristian Amador que me saca una foto. La situación me obliga a cambiar la postura y sonrío. Otro amigo, Mauricio Alonso, me filma. Me fundo en un sentido abrazo con ambos. Como dos naranjas. Bebo agua y bebida isotónica y pruebo un poco de maní salado. Por las náuseas ya no puedo consumir más geles para reponer las reservas de glucógeno. Por lo tanto las energías flaquean. Veo a un corredor rosarino que decidió abandonar. Lo aliento a seguir. Me hace caso y sale al trote. Pienso lo loco que es que yo, que tengo decidido tirar la toalla, le diga que no abandone a ese pibe que porta una camiseta “Canalla”. Me despierta el amor propio y decido continuar. Aún a pesar de las dificultades, luego de 8 horas de marcha mortificante.

Salida desde el «puesto de las antenas», a 2.800 msnm. Foto: gentileza Cristian Amador.

Me despido de mis amigos y, pasado el mediodía, salgo para tomar 13 kilómetros de franca bajada. Troto a buen ritmo por una quebrada. El ánimo cambia. Pero a la media hora el estómago se me retuerce. Me descompongo. Debo parar a hacer mis necesidades. Me demoro. Y seguramente me deshidrato. Doy alcance a mi amiga trail runner Marcela Labay y la supero. Desemboco a la Ruta 13. Sigo pasando a colegas hasta la Quebrada del Durazno donde ingreso para llegar al puesto Tres Quebradas, en el kilómetro 38 de la carrera.

Vista del cerro Gateado desde la cima del cerro Vizcacha. Foto: Claudio Pereyra Moos.

En el punto de asistencia están mis amigos Mario “Indio” Ramírez, Julio Coronel y Laura Nardechia. Me alientan porque ven mi rostro adusto. Bebo agua y bebida isotónica. Casi no pruebo bocado. Me despido y salgo. “Aguante Boca”, me grita el Indio. Sonrío. “No te mates”, me aconseja Julio. “No te preocupes que no tengo resto”, le contesto. Salgo con paso cansino hacia el cerro Vizcacha (2.200 msnm), la última gran trepada que es muy técnica, porque hay piedras y más piedras en los senderos. Marcela me alcanza y supera. La bajada es muy peligrosa. Tardo una hora en subir y bajar el peñasco. Me avergüenzo. Pero no tengo tiempo para lamentos porque ahora debo subir el Gateado.

Trepada al cerro Santo Tomás. Foto: gentileza Patricia Pérez Gasquet.

Arremeto el sendero que me llevará a los 2.100 msnm. Desde ahí vendrán 15K  que serán casi todos en bajada. Conozco ese tramo como la palma de mi mano porque lo hice mil veces. “En hora y media u hora 45 minutos lo termino”, digo. Me equivoco porque ya no tengo energías y no puedo correr. Trekeo rápido. El único consuelo que tengo es que los senderistas que me ven me alientan con fuerza. Así, entre pensamiento y pensamiento, llego al cerro Santo Tomás, primero, y al Arco, después.

última trepada rumbo a la cima del cerro Arco. Foto: gentileza Patricia Pérez Gasquet.

Tomo la famosa huella del Arco, ahora sí, a puro trote. Llego al último puesto de asistencia. Bebo abundante líquido. Me quedan sólo 8K para la meta. Y son pura bajada. Termino el descenso del cerro. Agarro una huella que me lleva al río seco que desembocará en el Challao. No puedo mantener un ritmo constante. Llego a la calle que me conducirá a la Villa Marista. Lucía Pérez Núñez, una amiga del ambiente runner, me saca una foto y me anima a terminar. Paso un puente y llego al predio donde está el arco de llegada. A pesar de los gritos de aliento, apenas si camino hasta pocos metros antes de la meta, para cruzar el arco corriendo. Me saca una foto mi amigo Diego Urabayen. Esbozo una sonrisa. Agradezco la buena onda.

Últimos metros antes de entrar a la Villa Marista. Las piernas no daban más. Foto: gentileza Lucía Pérez Núñez.

Siento la satisfacción de haber cumplido mi objetivo luego de casi 12 horas y media. A pesar de los dolores. En las piernas y en el alma. Es que es inútil, parafraseando a “Dárgelos”, a la montaña le sobra el ingrediente que a mi forma de ser le falta. O la vida me quitó.

La llegada a la meta. Foto: gentileza Diego Urabayen.

Foto portada de nota: gentileza Lucas Bylo

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Claudio Pereyra Moos

Periodista por pasión, más que por profesión. Ultramaratonista de montaña que corre tras ideales: traspasar metas de carreras difíciles, trabajar por una sociedad más justa, viajar para conocer nuevos horizontes.