En la adolescencia tuve tres extraordinarios “compañeros de cuarto”, todos ellos formidables corredores.
Uno era mexicano, otro marroquí y el último keniata.
Cada uno, a su manera y con estilo propio, marcaron una época dentro del mundo de las medias y largas distancias.
Frente a mi cama, en un póster y adherido al placar, estaba Said Aouitas.
Un medio fondista sensacional que, entre 1985 y 87, se adueñó de los récords mundiales de 1.500 y 5.000 metros; además fue el primer hombre en correr los 5 kilómetros por debajo de 13 minutos y, como si fuera poco, también fue campeón olímpico de esta distancia en Los Ángeles 1984.
La imagen a color mostraba al marroquí, en medio de las dunas del desierto sahariano, entrenando duramente y en su mirada podía apreciarse esa inquebrantable convicción que es distintiva de los triunfadores.
A mi derecha, Arturo Barrios.
Dueño de la plusmarca mundial de los 10.000 metros en pista y poseedor, además, del récord de la hora.
El mexicano era, por aquel entonces, uno de los escasos corredores blancos perfectamente capaz de plantar cara a toda la armada keniata.
Podía verse en la blanca pared al corredor de raíces aztecas desplegando todo su poderío en una pista europea.
A la izquierda de mi cama, y junto a la ventana que daba al patio, Paul Tergat.
Un fondista keniata dueño de una técnica de carrera exquisita y un corredor sumamente polivalente.
Entre su imponente palmarés destacaban sus cinco títulos de Campeón Mundial de Cross, su plusmarca mundial de 10.000 metros y, más tarde, dueño de la mejor mundial de maratón.
Le apodaron el “hombre de plata”, pues si hay algo que le faltó fue una medalla de oro en Juegos Olímpicos.
Tanto en Atlanta 1996, como en Sídney 2000, tuvo que conformarse con la presea de plata, quedando en ambas oportunidades por detrás del gran verdugo de toda su vida, el etíope Haile Gebrselassie.
Cuando amanecía y le daba la luz del sol a la imponente imagen del espigado y delgado keniata, podía percibirse claramente toda la elegancia y clase de aquel magnífico atleta.
Por el año 1989 yo tenía 15 años y, como todo adolescente, anhelaba y soñaba con muchas cosas, pero el motivo principal de mis deseos rondaban en torno al atletismo.
Hacía dos años que entrenaba con bastante seriedad e incluso podría decirse que, ya por aquel entonces, me había francamente enamorado de esta actividad.
Mi relación con el atletismo fue de amor a primera vista, me sedujo inmediatamente la justicia que emanaba de él.
Este es un deporte sumamente equitativo, que nos recompensa en la misma medida de lo que estemos dispuestos a dar.
Por aquellos años, las noticias de carácter internacional del mundillo atlético estaban limitadas a muy pocos medios.
A la televisión, lo poco que llegaba era a través del programa de deportes “La cabalgata deportiva Gillette”. Y a la prensa escrita la revista “Corricolari” era por excelencia el instrumento más especializado de nuestro deporte por esos tiempos.
En mi caso, y supongo que para todos los corredores de aquella época, era un verdadero deleite ir hasta el quiosco a comprarla y velozmente volver a casa para devorar mediante la lectura todo su contenido.
Corricolari era una revista muy bien lograda, que destacaba por las sensacionales láminas a color que captaban a los grandes atletas de la época en distintas situaciones tremendamente espectaculares.
Salía mensualmente y cada número traía un póster gigante de dos carillas en su interior, que constituía una auténtica delicia desabrocharlo y colgarlo en la pared.
Pues bien, ésta fue la manera en que mis tres apoteósicos compañeros de cuarto llegaron a mi vida.
Les admiraba profundamente y, en mi fantasía de joven novato, soñaba con ser como ellos algún día.
Lo fantástico de la adolescencia es que creemos que podremos ser todo lo que nos propongamos, nada parece imposible en esa etapa de la vida.
A menudo me he preguntado cuándo y porqué dejamos de creer en nosotros mismos, qué acontecimiento nos hace precipitarnos hacia el escepticismo que embarga el mundo de los adultos.
Qué lindo sería mantener intactas la fe y la esperanza de la adolescencia por toda la vida, estoy convencido de que seríamos mucho mejores si mantuviéramos vivas las utopías de esa edad, al menos llegaríamos mucho más lejos si nos dejáramos llevar por aquellos ambiciosos ideales.
Pero los años llegan y nos abofetean con toda su cruda y chata realidad, encargándose con suma eficacia de derribar todos nuestros sueños juveniles e insertarnos en el mundo de lo imposible.
Soy un irremediable soñador y por esa época lo era aún más, desde que tengo uso de razón he funcionado en todo lo que he emprendido “con prototipos a los que imitar”, nunca le encontré sentido a hacer algo sin un modelo al que parecerme.
Tener un arquetipo al que intentar asemejarse, constituye la motivación fundamental, desde mi punto de vista, para poder sostener un largo proceso de perfeccionamiento, es lo que por otro lado determinará posteriormente el plan o estrategia a seguir.
A finales de los noventa, mi mayor y única aspiración en la vida era ser cada día mejor corredor, pensaba y actuaba como atleta las 24 horas, cumplía perfectamente con todas y cada una de mis obligaciones y, entre ellas, con el estudio, para no dar motivos a mis padres a que me prohibieran el atletismo.
Mis tres compañeros de dormitorio desempeñaban un rol fundamental en el día a día, eran los motivadores e inspiradores, por un lado, y, por el otro, eran los que presionaban y obligaban en otras oportunidades.
Cuando me acostaba, antes de dormir, centraba toda mi atención en Arturo Barrios, por ser mexicano y latino. Su ejemplo, sin lugar a dudas, era mi mayor aspiración.
Su estampa en la blanca pared desencadenaba todo tipo de imágenes y fantasías en mi mente, me veía compitiendo en una pista europea junto a los mejores corredores del mundo, resistiendo embates y cambios de ritmo, sufriendo pero, a la vez, disfrutando, estimulado por los espectadores que colmaban las tribunas, no bastaba más para emocionarme y sentir que producto de ello el corazón galopaba loco de alegría.
Con esos sentires y pensamientos me iba a dormir cada noche por esos años.
Luego, Paul Tergat cumplía el importantísimo papel de aportarme esa cuota vital de histamina que se requería antes de unas exigentes y rápidas pasadas.
El alto keniata, con su gracia y elegancia, sin exteriorizar emoción alguna, impertérrito y sumamente concentrado, me aportaban ese nivel necesario de seguridad y valentía que se requerían a la hora de rendir al máximo.
Luego de ese breve, pero esencial lapso de concentración, sentía que ya estaba listo para la batalla.
Por último, pero no menos importante, Said Aouitas era el que empujaba y obligaba en los entrenamientos matutinos cuando las ganas rehusaban venir a levantarme. El solo verle en aquellas dunas marroquíes, abrigado contra el frío y con aquella mirada decidida a cumplir con un cometido, despertaban en mí un incómodo sentimiento de culpa y decepción por no estar al pie de la cama presto a salir a entrenar.
Said siempre lograba su propósito, presionado por su ejemplo me levantaba arrepentido por mi falta de voluntad y, sin más, me lanzaba a la calle a meter los kilómetros reivindicantes.
Hoy me separan más de treinta años de aquella fantástica época, en las paredes de esa casa de la adolescencia quedaron mis “compañeros de dormitorio” y aunque muchas cosas cambiaron con el tiempo, lo que sigue igual, más allá de todo lo vivido, son las ansias de mejorarme a mí mismo.
A ellos, mis compañeros de cuarto, les debo en gran parte la adquisición y fortalecimiento de la capacidad para superarme durante todos estos años. Ellos, mediante sus proezas atléticas, cimentaron las bases de mi voluntad y la sana costumbre de soñar.
Lo más probable es que nunca sepan lo decisivos e influyentes que fueron en mi vida aquellos “compañeros de dormitorio”, pero si la providencia me concediera la dicha de conocerles personalmente, les diría:
Gracias, por marcarme a fuego el amor y compromiso por este deporte.
Cristian Malgioglio
Tres veces campeón argentino absoluto de 100 km
en carretera y miembro de selecciones nacionales
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