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Becado por un día

Dedicado a dos excelentes

personas: Antonio Matilla

y a la memoria del

Doctor Lorenzo Valent.

Estoy sentado en el bufet de la Universidad Nacional de Cuyo, disfrutando de una deliciosa y bien merecida media tarde.

El menú: una taza de mate cocido con dos raspaditas.

Para quienes no saben lo que es una raspadita, les digo que es un alimento hecho a base de harina de trigo, grasa y sal.

Resumiendo: las raspaditas son ricas, altamente calóricas y muy poco nutritivas.

Tengo 17 años y hace escasos cinco días me consagré «Campeón Mendocino de Cross Country».

Aún está fresco el recuerdo de la competencia y me complace mucho traerlo a la memoria nuevamente.

Pues al rememorar algunos pasajes de la carrera me es muy placentero volver a estremecerme y emocionarme con ellos.

Intuía que aquel día tendría un buen desempeño ya que todo el verano había entrenado muy duro, mucho más que los anteriores.

Pero una cosa es tener un presentimiento y, otra muy distinta, es que lo hipotético luego se haga realidad.

Desde el comienzo de la prueba, las sensaciones corporales son óptimas. Y qué satisfactorio resulta cuando lo que está pasando en ese momento supera ampliamente lo que se preveía de él.

Ese día fue, sin lugar a dudas, uno de ellos.

Esos que, por otro lado, suelen ser bastantes escasos a lo largo de nuestra existencia, o al menos en la mía así ha sido.

Debo recorrer cuatro vueltas de dos kilómetros y hemos largado juntos juveniles y mayores. Éstos últimos darán cinco rondas al mismo trazado.

Cumplo el primer giro. Apostados a las orillas del lugar se encuentran todos mis afectos y gente conocida.

Hoy, quienes representamos a la UNCuyo, somos locales. El circuito lo conozco a la perfección: vendría a ser poco menos que el patio de mi casa.

Pasar por delante de los míos y recibir, a cada vuelta, un baño energizante de alientos hacen que mi rendimiento se potencie significativamente.

A esta altura de la competencia ya tengo la certeza plena de que hoy, sin temor a equivocarme, estoy en un buen día.

Cambio de ritmo decididamente, imprimo en una cuesta un violento jalón, ningún corredor juvenil es capaz de seguirme.

Me enfoco en un grupo de tres corredores que marchan a treinta metros por delante, son todos mayores.

Me propongo conectarlos y marcharme con ellos, sin demasiado esfuerzo lo he conseguido.

Nuestro cuarteto solo se ve superado por un solo corredor que viaja en solitario.

Él es Dante Gelvez, un estupendo fondista que, de no mediar inconvenientes, se adjudicará la categoría superior.

He dado cuenta del segundo giro de la carrera, mis fuerzas están intactas y la brecha abierta con mis rivales de categoría aumenta ostensiblemente con cada kilómetro.

Por momentos me siento tentado a marcharme del pequeño grupo en el que me he introducido, pues creo tener algo más en las piernas.

“Tranquilo”, me digo. Y agrego: «Espera a la vuelta siguiente».

Sin mucho pensarlo, me doy cuenta rápidamente que es lo más sensato, apenas he superado el ecuador de la prueba.

Tercer giro recién cumplido, la arenga de mi gente resulta conmovedora.

Ahora sí, abandono a mis compañeros de fuga y me voy en la búsqueda de darlo todo.

Pletórico de energías y motivación, me lanzo a cubrir los últimos dos kilómetros.

Todo ha transcurrido perfectamente.

Me separa tan solo de la victoria una vuelta a la pista, un paseo glorioso de 400 metros y de felicidad desbordante.

Qué minutos finales tan intensos y emotivos, quisiera detener el tiempo allí y vivir en ellos para siempre.

He concluido, me siento magnífico.

Ganar en mi club un título de Campeón Mendocino de Cross y frente a las personas que quiero.

Es algo tan perfecto, que hasta por momentos me parece irreal.

Es el día más importante en mi corta carrera de atleta.

Una voz me devuelve a la realidad.

-«¿Otro mate cocido, campeón?»

-«Por el momento estoy bien Antonio».

Antonio es el encargado del bufet.

Es un tipo sumamente simpático que conecta muy bien con la gente, pero especialmente con los jóvenes.

Siempre tiene un chiste y una sonrisa pronta para ofrecer.

Desde un comienzo le he tenido mucho cariño.

-«¿Otra raspadita, acaso?»

-«No Antonio. Gracias».

La merienda que estoy ingiriendo no tiene cargo alguno.

Es producto de una «beca» que me otorgó la UNCuyo por haber logrado el título de Campeón Mendocino.

La misma comprende de una taza de mate cocido con dos raspaditas. Los días lunes, miércoles y viernes después del entrenamiento. Y tiene validez por todo lo que resta del año. E insisto, ¡totalmente gratis!

Este día, miércoles por la tarde, después de unas exigentes pasadas de 400 metros, estoy disfrutando de mi «beca», legítimamente bien ganada y me dispongo a acometer la segunda raspadita.

De pronto, en ese instante, irrumpe en el bufet el DOCTOR VALENT (así con mayúscula).

Obligadamente debe pasar por allí para acceder a su consultorio.

Aquel hombre, de unos sesenta años, es una de las personas más respetadas de la institución universitaria.

Se lo ha ganado por ser impecable en todos los aspectos.

Fue en su juventud un destacado gimnasta y hoy sigue practicando religiosamente, todos los días de su vida, múltiples deportes.

En short y musculosa destaca en él su definición muscular.

Desprovisto de toda grasa corporal posee a su edad un físico envidiable.

Su sola estampa le confiere la suficiente autoridad para cuando al hablar de deporte y salud todo el auditorio calle y escuche.

Docente, además de médico deportólogo, el doctor Lorenzo Valent es sumamente querido y respetado por todos.

Hombre sobrio en sus modos y en su forma de vivir deja los placeres de la modernidad para disfrutarlos únicamente en sus breves instantes de ocio.

Solamente una vez lo vi andar en su camioneta 4×4 último modelo, paseaba con su familia por el parque General San Martín.

De hecho, hasta ese momento, ni siquiera sospechaba que supiera conducir y mucho menos que tuviese vehículo.

Cuando alguna vez le pregunté acerca de cuál era el motivo de andar tan poco en su Suzuki Vitara. Contundentemente me respondió: “Es que los autos fomentan la vagancia”.

Salvo esa extraordinaria vez, siempre lo he visto trasladarse a todas partes en su bicicleta de montaña, invierno y verano.

Los días que da clases llega a la UTN muy elegantemente vestido montado sobre su rocinante de acero.

Y, como detalle curioso, un broche de ropa prendido a la botamanga del pantalón, para que éste no se manche con la grasa que lubrica la cadena de transmisión de la bicicleta.

Ante cualquier dolencia de los deportistas, el 90% de las veces, receta hielo y ejercicios de fortalecimiento.

El reposo no es una opción válida que contemple su austero repertorio de alternativas sanadoras.

Hoy es día de consulta, ha llegado quince minutos antes como es costumbre en él, saluda a todos amablemente.

Sin detener la marcha hace una reverencia con la cabeza y con un firme “buenas tardes”, que resuena en todo el comedor del bufet, se dispone a seguir, sin pausa alguna, el camino hacia el consultorio.

Le levanto la mano desde la mesa que ocupo.

Respondiendo a su saludo con otro «buenas tardes doctor».

Sigo su irse con la vista, siento una significativa admiración y respeto hacia este hombre.

De súbito se detiene, como quién recuerda de pronto algo que tiene que hacer, antes de proseguir con sus tareas. 

Vuelve sobre sus pasos y, para sorpresa mía, viene directamente al sitio que ocupo, con un andar lento y vacilante.

Para confundirme más, veo que su mirar no va dirigido a mí, toda su atención está centrada en mi mesa.

-Buenas Tardes Don Malgioglio.

-Buenas Tardes doctor.

Me dispongo a levantarme de la silla, como muestra de respeto.

Pero él me detiene posando suavemente su mano sobre mi hombro.

-No se moleste. Solo intento ver lo que está comiendo.

Inocentemente contesto:

-Una raspadita, doctor.

-¡Así que una raspadita! Repite con tono de asombro.

Y, estúpidamente, a continuación, la levanto y acerco a su rostro, para que la observe mejor.

-Claro está. No hace falta, pues las conozco bien.

Me siento torpe y avergonzado ante lo que acaba de acontecer. Como pude pensar que este erudito comprobado no fuese a saber lo que estaba comiendo. No puedo evitar sonrojarme ante mi tonto descuido.

A continuación, y sin reparar en mi repentina incomodidad, pregunta:

-¿Usted cree que los campeones comen raspaditas?

Resulta tan evidente la respuesta a esa pregunta que no atino a otra cosa que no sea guardar silencio.

-Los campeones mi querido Malgioglio, meriendan fruta, no raspaditas.

Acto seguido, apoya conciliadoramente su mano sobre mi cabeza, como redimiéndome de toda culpa.

Y sin agregar nada más, ni tampoco esperar respuesta, se retira a proseguir con sus quehaceres laborales.

He quedado francamente turbado ante los acontecimientos.

Me encuentro sonsamente sentado observando la segunda raspadita, que ni siquiera aún he probado.

Delibero internamente qué hacer. «Me la como o no me la como».

De pronto la decisión ha sido tomada.

El doctor Valent sabe bien de lo que habla. Y se ha dicho: «Los campeones no comen raspaditas».

Es que debe ser así y no hay otra alternativa.

Y como no hay otra cosa que desee con más ansias que ser campeón.

Me levanto de la mesa, y sin nostalgia alguna, abandono la raspadita a su suerte en aquella blanca mesa del bufet.

Lo simpático y curioso, si se quiere de esta historia, es que nunca jamás volví por mi beca de «mate cocido y dos raspaditas».

Es así, que tan sólo por aquel día, pude gozar de los privilegios de ser un auténtico «becado».

Cristian Malgioglio

Tres veces campeón argentino absoluto de 100 km
en carretera y miembro de selecciones nacionales

Fotos: gentileza Cristian Malgioglio

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