Nunca me ha gustado mucho la noche. En realidad, me refiero puntualmente a la vida nocturna. Siento que el dormir mal y poco me priva de disfrutar del día, no me permite aprovechar al máximo las horas de sol y, según mi forma de ver las cosas, el sol es sinónimo de vida.
Salgo al “boliche”, más que nada, por una cuestión de camaradería hacia mi barra de buenos y nobles amigos. El ir a bailar, en mi caso, no obedece tanto a un disfrute personal. La iniciativa de salir cada sábado pasa, fundamentalmente, por serle fiel a mis compañeros de aventuras.
Tengo 18 años y ya soy un atleta convencido, entreno religiosamente los siete días de la semana y, a excepción de la lluvia, no hay condición climática, o de otro tipo, que me impida cumplir con la planificación diaria.
Vivo el atletismo como la prioridad máxima de mi vida, aunque entiendo y tengo claro que debo, indefectiblemente, cumplir eficientemente con el estudio y mis tareas cotidianas en casa, ya que son el salvoconducto indispensable para poder hacer con total libertad lo que me gusta.
A mi poco entusiasmo por la noche se le suma que los sábados, generalmente, hacemos el “cross de la muerte”, un circuito que comprende cuatro cerros que se hacen de ida y vuelta y, como puede intuirse, es sumamente duro: dicho entrenamiento requiere del máximo nivel de energía y, una vez concluido, la fatiga es enorme.
Con lo cual puede entenderse que, si además de la poca predisposición a la vida nocturna,le adicionamos un nivel considerable de desgaste físico, “el boliche” más que parecerse a la tierra prometida se asemeja a un campo de trabajos forzados.
El humo de los cigarrillos, la música bailable de última moda, la que casi siempre no es de mi agrado pues mis gustos pasan por Pink Floyd y Vox Dei. Si a esto le sumo que no tomo ni una gota de alcohol puede claramente deducirse que, en muy poco tiempo, todo esta situación se torna prácticamente insostenible.
Pero hay un detalle, no menor, que hace que cada sábado tolere y conviva con la incomodidad de estar en un lugar del cual no me siento parte y es que mi grupo de amigos más cercanos se sienten en la noche como peces dentro del agua.
En nuestro pequeño “clan” la amistad alcanza estándares sagrados y cada decisión que se adopta refleja el sentir y pensar de la mayoría, por ende cada resolución que toma el grupo constituye una “ley” que debe ser acatada estrictamente por todos y cada uno de los integrantes.
Esta especie de “código” no escrito es el que me retiene cada sábado en el boliche hasta bien entrada la madrugada, en contra de mis deseos de quedarme en casa a descansar.
Existe una sola excepción a esta regla: si el domingo hay “competencia” quien tome parte de ella tiene el legítimo derecho de no ir a bailar sin que ello signifique una transgresión a la norma.
Pero hay algo mucho peor, al menos para mí, que lidiar con el boliche y sus sucedáneos y es el tener que esperar el “colectivo “. Sentados en el cordón de la vereda, desde las cinco hasta las seis de la mañana, para luego viajar otra hora adicional hasta llegar a destino. Ni hablar cuando este itinerario tiene lugar en los “fríos meses de invierno”, todo me resulta más nefasto aún.
El colectivo que nos lleva hasta el barrio Los Tamarindos es el 60. Esta línea une el departamento de Las Heras con distintas zonas del Gran Mendoza. Durante los siete días de la semana la rutina es la misma: el último interno sale del control a las doce horas y el primero comienza su ronda a las cinco de la mañana.
Pero este régimen horario tiene para nuestros intereses y, especialmente los sábados, un inconveniente coordinativo, pues el boliche cierra sus puertas a las cinco de la mañana, justo en el mismo momento en el que sale del control el primer interno de la 60.
Y he aquí justamente el problema, pues el tiempo que demora en llegar el autobús hasta nuestro punto de encuentro es exactamente una hora, unos largos y tediosos sesenta minutos que no parecen pasar nunca.
No obstante, el agotador periplo no acaba aquí, luego nos aguarda otra incómoda hora de viajar de parado, y eso si tenemos la fortuna de pescar un colectivo con lugar libre suficiente, pues a esas horas de la madrugada y ese día en particular la demanda de colectivos es enorme por la gran cantidad de jóvenes que pugnan por regresar a sus casas.
En conclusión: siete treinta de la mañana y, con viento a favor, uno puede pretender finalmente irse a dormir.
Y, si se quiere complicar más el panorama, tengo una costumbre que raya la obsesión, y por ende no ayuda para nada, y es que cada domingo a las once de la mañana, sin importar lo poco que haya dormido o lo cansado que esté, mi deber indica que debo salir a correr y no hay excusa que valga para saltearme la cita.
Después de darle vueltas y vueltas durante mucho tiempo al problema del colectivo, asunto que comienza a perturbarme cada vez más, creo finalmente haber dado con la solución.
Me he comprado un par de zapatos con una alta y confortable suela de goma, pues estoy seguro que en ellos se encuentra la resolución a este conflicto.
Es sábado por la noche y, al igual que los anteriores, vamos a bailar al Círculo de los Panaderos, un lugar agradable y para jóvenes como nosotros que carecemos de movilidad propia y con recursos económicos limitados, es un buen sitio en todos los sentidos.
La noche en el boliche inicia con un excelente tema musical, siempre el mismo, pero altamente incitador al baile: New Sensation de INXS que, sólo oírlo, invita a la acción.
Todos se lanzan a la pista de baile brincando frenéticamente, agitando brazos y cuerpos al compás del “Rock”.
De los nuestros, el primero en tomar la iniciativa y mezclarse entre toda la muchedumbre danzante es Marcelo Manzanarez, mi amigo de toda la vida.
Marcelo, a diferencia mía, ha nacido para este tipo de vida y situaciones, se desenvuelve en la noche con una naturalidad sorprendente y parece nunca agotarse de ella.
Cada sábado sucede lo mismo con él, siempre es el último en salir del boliche, es como si quisiera aplazar la nostalgia de la partida todo lo que se pueda, sacando el máximo provecho posible de cuanto puede ofrecerle una pista de baile.
Por mi parte, intento, con el máximo de buena voluntad, contagiarme del ambiente festivo, me doy ánimo, busco argumentos en mi cabeza que me catapulten definitivamente a entregarme a los placeres de esta vida alegre y despreocupada, pero nada parece resultar ni ser efectivo.
El reloj marca las cinco de la mañana, la música por fin ha parado y una lastimosa luz blanca anuncia el epílogo de otra noche más de alocada danza.
Los comensales comienzan a retirarse lentamente, se niegan a aceptar el final, se quedan unos instantes extras como esperando una suerte de milagro que les confiera unos minutos adicionales de baile y noche.
Caminamos todos juntos hacia la parada del colectivo, conversamos y compartimos nuestras aventuras nocturnas, algunas hablan de éxito y otras de desengaño, y, como si se tratase de un grupo de pescadores, procuramos consciente o inconscientemente realzar los éxitos y minimizar los fracasos.
Si alguno del grupo ha logrado una conquista se encuentra ante la obligación de indagar si la dama tiene amigas, para así incluir al resto en una visita grupal, generalmente al día siguiente por la tarde; el viejo lema: “uno para todos y todos para uno” en nuestra pequeña “logia” encaja a la perfección.
Hemos llegado a la garita donde cada sábado aguardamos el autobús, durante una eterna y aburrida hora; mis amigos se sientan asumiendo esa postura de resignación, tan ensayada y conocida por todos.
Mientras tanto, me preparo para el “gran acto”, me doy cuenta de que ninguno de ellos repara en mi transformación, me he arremangado las mangas de la “camisa” y también un poco las botamangas del “Jean”.
Antes de decirles palabra, los ojos interrogadores de mis compinches apuntan inquisidores hacia mí y, casi al unísono, disparan con una única y certera pregunta.
-¿Qué estás por hacer?
-Lo que ven, me vuelvo corriendo a casa-. Les contesto y sin dudarlo.
-¿Qué?, vos estás loco.
-Dejate de jorobar y vení para acá.
Me doy cuenta de que será absurdo el procurar que entiendan la razón de mi proceder; por lo tanto y, sin mediar explicación de ningún tipo, les levanto bien alto la mano, a manera de saludo de despedida, y, sin más, me lanzo con mis confortables zapatos a desandar los kilómetros que me separan de mi domicilio.
El viento frío me da de lleno en la cara, miro hacia abajo las baldosas de las veredas, las que pasan suaves bajo mis confortables escarpines, no dejo de pensar y felicitarme por dos cosas, la primera por haber invertido en este formidable calzado y, por otro lado, por tomar la poco ortodoxa decisión de volverme a casa corriendo.
De pronto me siento feliz, qué magnífica sensación, miro el reloj, 5.45 de la mañana y ya estoy ante el umbral de mi vivienda. Entro, busco urgente mi dormitorio, me saco la ropa, deposito con cariño y agradecimiento a un costado de la cama a los responsables de esta singular libertad de acción, me detengo un rato y les contemplo: ¡qué fantásticos zapatos con suela de goma! Entonces, y sin poder reprimir tanta gratitud hacia ellos, les levanto y les beso a ambos, mientras les digo: ¡gracias amigos, nos vemos el próximo sábado!
Cristian Malgioglio
Tres veces campeón argentino absoluto de 100 km
en carretera y miembro de selecciones nacionales
Foto: gentileza Cristian Malgioglio
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