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Sinfonía alpina

Toda carrera de montaña se hace al son de la mejor música que puede escuchar el hombre: la de la naturaleza, con el sonido del viento, de las aguas de los ríos o del cantar de las aves…

Si bien recomiendo que no hay que andar por las alturas oyendo música por los auriculares porque quita concentración, ello no impide que llevemos en el alma los temas que marcaron nuestra vida y que, como ninguna otra cosa, reflejan nuestros mejores y peores momentos.

Hoy les haré sentir una sinfonía alpina que disfruté el año pasado mientras recorría senderos italianos, suizos y franceses durante los 100K de la CCC…

¡Arriba y arriba!

«Concentrado en el lienzo trabajando sin descansar,
esperando la oportunidad de cosechar tu campo de naranjas.
 
Arriba y arriba.
 
Ver una perla formarse de un diamante en bruto.
Ver un ave volando alto sobre el agua está en tu sangre.
Bajo la tormenta, un paraguas dice ‘con el veneno también haces el antídoto’.
 
Arriba y arriba.
 
Vamos a conseguirlo juntos ahora,
conseguirlo juntos de alguna manera,
conseguirlo juntos y florecer,
conseguirlo juntos lo sé,
conseguirlo juntos y fluir,
conseguirlo juntos e irnos
 
arriba, arriba, arriba».

Up & Up (Arriba y Arriba),
Cold Play del Álbum A Head Full of Dreams

La carrera comienza a las 9 de la mañana del viernes en la localidad italiana de Courmayeur, un típico pueblito alpino, de esos cuyas calles y casas te sumergen, cual túnel del tiempo, dos o tres siglos atrás.

El entusiasmo y adrenalina ocultan lo que en realidad siento en lo profundo de mi alma: es una competencia muy dura y tengo pocas chances de terminarla. Es que mi estado físico dista de ser ideal porque tengo 5 a 6 kilos de más; porque no he podido seguir el plan de entrenamiento como lo hubiese deseado y porque, en los días previos, no acumulé horas de sueño y descanso suficientes ya que, para variar, se me fue la mano con mis reportes europeos para mi web Mendoza Corre. No obstante estoy al pie del cañón con la principal arma de un trail runner: el corazón.

En la meta me encuentro con mi amigo Arturo Rengifo García, un oficial de la Fuerza Aérea Peruana, con quien converso del rol de las Fuerzas Armadas de su país en la lucha contra el grupo guerrillero maoísta Sendero Luminoso.

Parten los elites y los amateurs esperamos ansiosos nuestro turno. Sin darme cuenta largamos. Despido a Arturo y salgo raudo. Mi estrategia es ganar tiempo en la primera mitad de carrera, a los efectos de establecer un “colchón” de tiempo para poder llegar tranquilo a los puestos de la última parte de competencia donde nos ponen un límite horario.

Transcurren dos kilómetros por las bellas calles de Courmayeur al son de entusiastas batucadas regionales que me dan mucha fuerza. En ese tramo pienso cómo puede ser que antes de largar una carrera en uno de los lugares más bellos del mundo me ponga a hablar con mi amigo peruano de una organización sediciosa. “Sos periodista”, me autojustifico. Me río. Sigo.

Penetro un hermosísimo bosque que rebosa de verde porque aún podemos disfrutar los últimos vestigios del verano europeo que, caprichoso, no se quiere ir. Viene lo peor: unos 7 kilómetros de una salvaje pendiente con más de 1.300 metros de desnivel positivo. Para colmo, se produce un embudo ya que el estrecho sendero impide el tránsito normal de casi mil atletas. Lo bueno es que todo es sombra y que el terreno no es técnico. El paso es irritablemente lento. Debo contemplar el lamentable espectáculo de dos corredores que, sin vergüenza, traspasan a sus adversarios sin respetar el orden establecido por la senda. La inmensa mayoría los silba. Pasan al lado mío hablando entre sí con una inconfundible tonada argentina. Me da bronca. Con el camino un poco más despejado, logro alcanzar a un joven que viste una casaca de Rosario Central. Me alegro. Hablamos de “canalladas”. Se aleja. La pendiente es dura. Pero el lindísimo paisaje me insufla energías. Arriba y arriba. La sombra de los árboles ya no nos cobija. El sol es pleno, pero no sofoca. Doy vuelta la cabeza y, extasiado, contemplo la “pintura” que me regalan las paredes de los cerros vecinos y, más abajo, la postal de Courmayeur con la particular perspectiva que me brinda la altura. Sin darme cuenta, tras 165 minutos (que sin el “tapón” humano pudieron haber sido 100) llego a la primera cima, la de Tête de la Tronche a casi 2.600 msnm. Contraviniendo mi tradición de carrera, me detengo y saco algunas fotos ¡El lugar es maravilloso!

Tengo poco más de 4 kilómetros para el primer avituallamiento en Refuge Bertone, todavía en Italia. Viene una bajada de casi 700 metros negativos, la cual emprendo a toda velocidad. Empiezo a pasar corredores de diferentes partes del mundo. Todos hablan idiomas “extraños”, al menos para mí que ni siquiera sé inglés. En el último tramo escucho una voz que arrastra las “ye”. Me doy vuelta y caigo en la cuenta que es un uruguayo. Me alegra escuchar a alguien que habla castellano. Lo saludo. Le digo “aguante la garra charrúa”, en honor a los futbolistas que en 1950 le arrebataron el mundial a Brasil en el mismísimo Maracaná. “Chocamos los cinco”. Intercambiamos una sonrisa cómplice. Continúo extasiado por el degradé de verdes de los cerros que, combinado con el celeste del cielo límpido, configura un entorno de ensueño. Arribo al puesto donde, inevitablemente, el pasado vendrá hacia mí…

Selfie desde la cima Tête de la Tronche. Abajo, Courmayeur.

Déjà vu

«Veo las cosas como son
Vamos de fuego en fuego hipnotizándonos
Y a cada paso sientes otro déjà vu
Oh no…

Similitudes que soñás
Lugares que no existen
Pero vuelves a pasar
Errores ópticos del tiempo y de la luz
Oh no…

Tanto pediste retener
Ese momento de placer
Antes de que sea tarde
Vuelve la misma sensación
Esta canción ya se escribió
Hasta el mínimo detalle

Mira el reloj, se derritió
Rebobinando hacia adelante te alcanzó
Ecos de antes rebotando en la quietud
Oh no…»

Déjà vu, Gustavo Cerati,
del álbum Fuerza Natural

En Bertone, una voluntaria italiana me ayuda a recargar agua en mis botellas hidrantes. Ambos escuchamos un erupto en un “idioma” raro. Nos reímos. Me despido. Vienen casi 7 kilómetros y medio relativamente fáciles. Trekeo rápido las pendientes positivas, que son suaves, y troto tranquilo las negativas. El objetivo es regular y cuidar piernas.

El aire alpino me influye al punto de sentir un efecto “narcótico”. Me invade el miedo porque se hacen presentes malos recuerdos del pasado… Siento un déjà vu. Es que, cuatro años atrás, en este trayecto tuve que abandonar, a mitad de carrera, mi participación en los 170K de la UTMB. Mi peor fracaso deportivo. Al punto de que sigo obsesionado en saldar esa cuenta. Es más, esta participación en la CCC es parte de un entrenamiento de lujo en pos de ese fin: el circuito de estos 100K coinciden con la última mitad de la carrera madre del trail europeo.

En el punto de asistencia Bonatti me hidrato y, sin demorarme mucho, sigo camino rumbo a los próximos 5 kilómetros de bajada que me depositarán en Arnouvaz. Me alimento bien con frutas y cereales. Consumo bebida isotónica y abundante agua. Elongo un poco. Repongo algo de fuerzas porque viene un nuevo desafío a pura subida: poco más de 2 kilómetros con un desnivel de unos 800 metros rumbo al Grand Col Ferret, en el límite con Suiza.

Cuando salgo, un espectador cordobés, que mira asombrado el espectáculo que damos, se alegra al ver que un argentino participa. Me pregunta el nombre. Me da fuerzas. Le pido que me espere en la meta con un Fernet. Se ríe. A los pocos pasos, una francesa me coloca, sin pedírselo, protector solar en el cuello. Le agradezco. Encaro la salvaje trepada. Luego de un titánico esfuerzo, que aún no influye en mi rendimiento, a 2.500 msnm, ingreso a territorio suizo. Me embriaga los sentidos un lugar que toda la vida soñé conocer. Me alegro. Viene lo más divertido…

Arribo de Mendoza Corre a Arnouvaz. Video: gentileza UTMB Live.

Correr, correr y correr

«Oh, todos queremos lo mismo,
oh, todos corremos por algo,
oh, por Dios, por el destino, por amor, por odio,
por oro, por herrumbre, por diamantes y polvo.

Seré tu luz, tu cerilla, tu ardiente sol
seré lo que brilla en la oscuridad que está haciéndote correr.

Estoy convencido y no puedo dejarlo pasar,
estoy matando cada segundo hasta que salve mi alma,
estaré corriendo, estaré corriendo
hasta que se agote el amor, hasta que se agote el amor,
y empezaremos un fuego, y lo apagaremos
hasta que el amor se agote, hasta que el amor se agote…»

Love Run Out  (El Amor se Agota),
One Republic, del álbum Native

En la cima del Grand Col Ferret cargo de aire los pulmones porque debo afrontar la parte decisiva de mi estrategia de competencia. Vienen más de 20 kilómetros a pura bajada que debo hacerlos lo más rápido que pueda. Correré con todo, aún a riesgo de desgastar los cuádriceps de mis piernas. Es que, si no hago un buen tiempo hasta la mitad del circuito, luego será difícil cumplir con los horarios del reglamento. Grito hacia adentro: “¡corré Claudio, corré! ¡Hasta que el amor se agote!” Como eso nunca pasará, corro como caballo desbocado por las sendas adornadas por una que otra cabaña, por los «pasteles» de las paredes rocosas y algún campo de flores bordó. Tras 10 kilómetros, me recibe la coqueta localidad de La Fouly con su completo puesto de asistencia.

Estoy exhausto. Y sucede lo que siempre temo: vomito y me dan náuseas. Desde ese momento sé que me costará asimilar los alimentos y peligra la carrera: sin poder restablecer correctamente mis reservas de glucógeno me quedaré sin «combustible» y, tarde o temprano, mermará mi rendimiento. Afortunadamente, la organización dispuso de una pantalla para que, vía streaming, nuestros seres queridos nos manden mensajes de aliento. Primero sale mi hermana Paola. Luego su familia entera, con su pareja, Yayi, y su hijo Íker. Lloro. Mi amiga Gabriela me tira buena onda. El alma está recargada. Continúa la loca marcha a toda velocidad. Atravieso, por una huella, un bosque oscuro por los anuncios de la noche. Tomo por una senda rocosa y, pasadas las ocho, los lugareños del coqueto pueblito suizo Praz de Fort me reciben con saludos tímidos. La pendiente negativa se termina. La noche me espera…

Ingreso a La Fouly.

Pena

«Esta noche se ha hecho oscuro muy pronto
y en el reloj ya han dado las ocho
y me he quedado hecho polvo.
Yo no sabía que la vida tenía
tantas manías con los torpes

Quiero hacer un viaje y que el azar me señale de buenas
que me traiga algún placer aunque sea por pena…

…Quiero volver a verte y que me lleves de viaje gratis.
Perdernos por el ‘guiri’ con una historia fácil.

Pena, pena, pena, pena…

Necesito saber dónde van a parar las noches
que me pongo a pensar en esta ciudad
en todo lo que tengo que correr pa’ largarme fuera
.

Necesito buscar en algún rincón de tu espalda
Un lugar pa’ dormir… despertarme…
darle la vuelta a las penas…»

Invasión, Pastora,
del álbum La Vida Moderna

El poblado helvético me despide. Sé que debo superar bien la próxima trepada de más de 500 metros positivos en unos 5 kilómetros. De lo contrario la carrera se complicará. Subo. El sendero se desdibuja porque el bosque se llena de misterios por la oscuridad de la noche y por un serpenteo mortificante. Me invade el sueño. Lamento no haber dormido correctamente las últimas dos noches por mi obsesión periodística. Cabeceo. Subo. Veo un chino tirado al costado del camino durmiendo. Subo. Veo a una japonesa, exhausta, sentada en una piedra. Subo. Paro un minuto. Subo. No doy más. Subo. Me duermo parado. Subo. Me mareo y veo, literalmente, estrellas. Me desespero ¿Estoy por chocar contra la «pared»? ¿Podré seguir? Titubeo. Subo. Grito de impotencia porque no tengo fuerzas. Sin darme cuenta, entro a la ciudad de Champex-Lac, donde nos espera un inmenso salón que rebosa de atletas y víveres. Como unos fideos desabridos. Bebo agua. Consumo café para despabilarme. Vomito de nuevo. Estoy agotado. Un corredor italiano, a quien lo acompaña su familia, me ve mal. Le pregunto si hay literas para dormir. No me entiende. Si me quedo, abandono. Decido seguir, a pesar de la pena que siento por mi lamentable estado físico. Y por la que cargo en la mochila hace tiempo…

Viene una nueva y salvaje escalada, a la que luego sucederán otras dos más. Tengo casi 5 kilómetros fáciles que aprovecho para relajarme al “trekearlos” tranquilo. Luego emprendo 6 kilómetros con más de 800 metros positivos. Estoy en un punto de inflexión del desafío: si supero mis inseguridades lo termino. La subida es complicada y me cuesta porque cada tanto me mareo, a punto de sentir que en cualquier momento me desmayo. Sorteo el tramo con decisión. Suspiro aliviado.

Ingreso a Champex-Lac.

Combustión

«La presencia de tu cuerpo
en mi cuarto sabe bien.
La madera de las vigas
de esta casa escurren miel.

No hay oxígeno que aguante
el calor de esta combustión,
cuando hay dos cuerpos en celo
compartiendo habitación.

No hablemos del amor,
no hablemos por favor.
Quédate quieta un momento,
quiero escuchar tu corazón.

No hablemos del dolor,
no hablemos por favor
que en el arrullo de tus brazos
se vuelve inútil la razón…»

Jósean Log,
del álbum «Háblame de tú»

Abordo a La Giète, donde hay una acogedora cabaña suiza de madera. Es poco más de la una y media de la madrugada. Estoy tranquilo porque el límite para llegar a ese puesto es a las cuatro. Por eso me recuesto en un banco largo a descansar. La combustión que se produce en mi cuerpo gracias a la campera respirable que tengo puesta me hace dormir profundamente. El calor que siento es el de dos amantes en una noche de sexo desenfrenado. Intenso. Efímero… A los diez minutos, la alarma del reloj me despierta sobresaltado. Un extraño me saluda en un castellano dificultoso. “¡Te conozco!”, me grita. Atontado le pregunto de dónde. “¡Oman by UTMB!”, exclama. Efectivamente, es un voluntario que también estuvo en esa carrera que disputé, en Oriente Medio, 10 meses atrás. Me alegro y le digo que estoy cómodo de horario. “¡No!”, me dice desesperado. Le digo que tenía tiempo hasta las 4 AM para estar ahí y es, apenas, la 1:40 AM. Me explica que a las 4 AM tengo que estar en el próximo control, en Trient. No puedo creer que haya cometido un error tan grave. Le estrecho la mano y, desesperado, voy al encuentro de la demandante bajada…

Contra mi planificación original, tengo que correr alocadamente porque puedo quedar descalificado sino llego a tiempo. Me invade la bronca. Me reprocho ser siempre esclavo de una pasión desmedida. Esa que siempre me trae problemas. Los tuve de joven por abrazar ciegamente ideales que, a la postre, no se cristalizaron como quería. Mi papá me había advertido de adolescente: “No vas a servir en política, sos muy pasional”. Soberbio, no le hice caso y choqué, una y otra vez, contra paredes de hormigón. Yo entregaba el corazón y me respondían con “pragmatismo”. “Sos un inocente Claudio”, digo y corro hasta más no poder. Sigo con mi autoconfesión martirizante y viene la peor: la de elegir siempre el camino más difícil en el amor porque, las más de las veces, termina en un callejón sin salida. El amor y la razón no tienen correspondencia. Y allí estoy entregando el corazón en el lugar errado: algunas veces me respondieron con la indiferencia y, otras, con razones más terrenales, como el bolsillo. “Idiota”, exclamo y una lágrima me despierta de la pesadilla. Sigo corriendo y, llegando al objetivo, me doy fuerzas con algo de autocompasión: “Tranquilo Claudio, es cierto que has fracasado muchas veces, pero también tu pasión te llevó a recorrer bellos caminos y a saborear algunas victorias que, por escasas, fueron doblemente satisfactorias”. Sin darme cuenta llegué a la localidad suiza de Trient a las 3:05 AM “¡Zafé!”

Arribo Trient.

¡Mamma mía! ¡La mano de “Dios”!

«Mamma mia, ¡allá voy otra vez!
¡Oh no! ¿Cómo puedo resistirme a ti?
Mamma mia, otra vez es evidente.

¡Oh no! ¡Cuánto te he echado de menos!»

Mamma Mía, Abba, del álbum Abba

«En una villa nació, fue deseo de Dios
crecer y sobrevivir a la humilde expresión,
enfrentar la adversidad
con afán de ganarse a cada paso la vida.

En un potrero forjó una zurda inmortal
con experiencia sedienta ambición de llegar.
De cebollita soñaba jugar un Mundial
y consagrarse en Primera,
tal vez jugando pudiera a su familia ayudar…»

Rodrigo, La Mano de Dios,
del álbum La Mano de Dios

La carpa del avituallamiento me recibe al son de “Mamma Mia”, el otrora hit del grupo sueco Abba. Recuerdo mi infancia y, feliz, ingreso bailando, meneando las caderas y haciendo zig zags. Los voluntarios suizos me miran extrañados. Una bella rubia helvética me sonríe. Respondo con una mirada cómplice. La blonda, amable, me ofrece alimento y bebida. Como arroz a desgano porque no sabe a nada, pero lo necesito para cargar hidratos. Luego ingiero un cálido café. De repente escucho que los parlantes propalan mi nombre. Me sorprendo. Y escucho, maravillado, que me dedican “La mano de Dios” de Rodrigo. Me emociono y arrodillo. Increíble que hasta los suizos, dueños de la corrección y el orden, honren a nuestro Dios pagano. Diego todo lo puede…

Me despido de la chica que me atendió tan amablemente y voy a la penúltima gran trepada de la carrera: 700 metros positivos en 5 kilómetros. Hace frío, que se agudiza por la transpiración resultante de casi 70 kilómetros de andar y andar. Las brisas bajan la sensación térmica. Sufro no sólo por el frescor sino porque, cada tanto, vuelvo a marearme. Para olvidarme del martirio pienso en Maradona. Lo denostamos, muchas veces con razón, por sus desórdenes y sus incoherencias, especialmente ideológicas. Sin embargo opino que nunca tenemos que dejar de quererlo porque, en lo suyo, nos dio todo. Además porque en todos lados nos conocen por él. Increíble, pero real. El que ha viajado por el mundo sabe que con una camiseta argentina siempre te señalarán con beneplácito y te dirán, en cualquier idioma, “¡Argentina! ¡Maradona!”. Recuerdo, por ejemplo, que en Omán conocí a una chica del África septentrional, licenciada en letras, que me dijo: “en mi país amamos a los argentinos por Maradona y su fútbol”. O en Barcelona me hice amigo de un australiano que en una ronda nocturna no me dejó pagar ni un trago porque “sos argentino y ustedes nos regalaron a Maradona”. Ya exhausto y sin fuerzas recurro al ejemplo de Diego jugando en el Mundial de Italia ’90 con el tobillo a la miseria. La «mano de Dios» me ayuda a entrar a suelo francés, donde siento que la carrera es mía…

En el puesto de Trient una hongkonesa dormía plácidamente porque le ganó el cansancio.

Impotencia

«Recorrí el mundo por ti nena,
un millar de millas contigo.
Sequé tus lágrimas de dolor nena,
un millón de veces contigo.
Venderé mi alma por ti nena.
Te daré todo
y me quedaré sin nada nena.
Solo por tenerte aquí a mi lado
por que…

En la medianoche

ella gritó: ¡más, más, más!
Con un grito rebelde
ella gritó: ¡más, más, más!
En la medianoche nena,
ella gritó: ¡más, más, más!
Con un grito rebelde
¡más, más, más,
más, más, más..!»

Rebel Yell (Grito Rebelde),
Billy Idoll, del Álbum Rebel Yell

Los primeros rayos sabatinos me dan calor en el puesto de asistencia de Vallorcine, dispuesto en una carpa gigante. Estoy feliz porque sólo me separan 19 kilómetros de la llegada a la mítica Chamonix.

Me alimento con algunos maníes y papas fritas. Bebo café. Me dan arcadas. Sin embargo el entusiasmo de sentir que la carrera está al alcance de las manos me da fuerzas, a pesar del golpe psicológico de ver a una hongkonesa tirada en el piso durmiendo. “No importa, ya queda poco y la última subida no es compleja”, digo. Y, como diría una bella española que conocí hace dos años en Ibiza, voy “a por la gloria”.

Los primeros tres kilómetros son muy fáciles porque, a pura marcha, salen en menos de 25 minutos. Todo perfecto ya que, si hago la última pendiente positiva a 15 minutos el kilómetro, llegaré más que bien a la meta. Empiezo a trepar entusiasmado. A medida que pasan los minutos la cosa se complica porque el sendero es pura piedra. Y la inclinación es mucho más difícil de lo que calculé…

El hermoso paisaje que, a la izquierda, me regala la localidad de Argentiere, no logra distraerme. Miro hacia arriba para ver la cima de La Tête aux vents. No la diviso. Subo. Llego a un descanso de piedra. Sigo sin verla. Subo. Me mareo. Paro. Veo estrellas. No puedo más. Me desespero. Temo no llegar a la meta. Exhausto me apoyo en mis bastones y deliro. Grito hacia dentro mío y “hablo” con la carrera: “¿Qué querés de mí? Te dí todo. Mi fuerza, mis ganas y hasta mi corazón ¿Y vos qué contestás? ‘¡Más, más, más!’ Como a la que le dí todo y me robó las ganas de amar… ”

Subo, paso a paso, hasta que, sin darme cuenta, tengo una vista maravillosa en el punto más alto del último tramo del circuito: un poblado rural por allá, un bosque atrás, todo rodeado por la magnificencia de los cerros alpinos. Emprendo la bajada a duras penas. No puedo correr porque el camino regala muchas piedras y mi cabeza no da más. Llego a una huella y no encuentro el último avituallamiento ¡Todavía tengo que recorrer, en subida, más de 500 metros! A sólo 30 minutos del horario de corte, estoy en el último punto de abastecimiento. Suspiro aliviado. Quedan 8 kilómetros de puro descenso. Ahora sí la carrera es mía…

Arribo a La Flegere.

Sueños

«Nena, sólo abrí tus alas…

…Así que nena secá tus ojos, ahorrate las lágrimas que lloraste.
Oh, de eso es lo que están hechos los sueños.
Oh nena, porque vivimos en un mundo donde debemos ser fuertes.
Oh, de eso es lo que están hechos los sueños.

Iremos alto y más alto.
Hacia arriba trepamos.
Iremos alto y más alto.
Dejá todo atrás,
iremos alto y más alto.
Quién sabe lo que encontraremos.
Y, al final, de sueños dependeremos
porque de eso está hecho el amor».

Dreams (Sueños),
Van Halen, del álbum 5150

En el puesto de La Flégère descargo el agua que queda en el camel bag para alivianar el peso de la mochila. Sólo llevaré medio litro en las botellas. El entusiasmo me obliga a llegar rápido aprovechando que sólo queda bajar y bajar.

Los primeros 500 metros los hago controlados para tomar una huella a toda velocidad hasta ingresar a un bosque con unos estrechos y serpenteantes senderos pedregosos con traicioneras raíces superficiales. Corro desaforado protegido por la sombra de los árboles. A medida que bajo me encuentro con paseantes franceses que me saludan, alientan y aplauden al verme tan bien. Siento que se me están formando ampollas en los talones. Las ignoro. Nada se interpodrá en mi objetivo.

Ingreso, al fin, al casco urbano de Chamonix. Costeo el río que lo atraviesa. La gente me grita como si fuera uno de los elites. Incluso escucho un reconfortante “¡vamos Argentina!” porque notan mi buff con los colores de mi bandera. Estoy tan feliz que saco mi celular y me filmo a modo selfie para retratar mi emoción. Balbuceo algunas palabras que brotan casi de forma incoherente. Trato de expresar que no debería estar ahí porque la economía de mi país se derrumba y ya no me quedan ahorros. Voy a llorar, pero me contengo.

Mendoza Corre arriba al casco urbano de Chamonix ¡NO queda nada para la meta! Video: selfie Claudio Pereyra Moos.

Sigo hasta la avenida principal. No queda ni un kilómetro para la meta. Los niños se agolpan al costado para chocar sus manos con las mías. Estoy tan contento que, caminando, saludo a todos. Retomo un dificultoso trote. Veo el arco de llegada. Levanto los brazos. Me reciben con sonrisas. Me agacho. Lloro y grito: “Pase lo que pase, nunca, pero nunca, debemos dejar de luchar por el amor, ¡y por los sueños!”

Mendoza Corre arriba a la meta de la CCC 2019 en Chamonix.

Video oficial

A continuación, el video oficial de la CCC 2019:

Para disfrutar los temas que acompañaron esta crónica hacé click acá para escuchar la playlist de Spotify «Sinfonía Alpina»

Fotos: Claudio Pereyra Moos

Videos: gentileza UTMB

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Claudio Pereyra Moos

Periodista por pasión, más que por profesión. Ultramaratonista de montaña que corre tras ideales: traspasar metas de carreras difíciles, trabajar por una sociedad más justa, viajar para conocer nuevos horizontes.