Es día viernes santo, del año 1994 y estoy en la ciudad de Santa Rosa, La Pampa.
Tengo 20 años y el próximo domingo, estaré haciendo mi debut en el maratón, en la mítica y temida distancia de “Filípides”, 42 kilómetros con 195 metros.
He elegido como escenario para la iniciación el más tradicional y antiguo de todos los maratones de nuestro país, el “Maratón A Pampa Traviesa”.
Tengo un cariño particular por esta carrera, pues desde hace tres años vengo a esta ciudad, para Semana Santa, a correr la “media maratón”.
Su pintoresco circuito urbano, sumado a la cultura atlética de los espectadores, que se dan cita en masas para alentar a los corredores. Y desde la gente de la organización que cuida de cada detalle, hasta el Municipio de Santa Rosa, que despliega una logística enorme e impecable durante tres días. Hacen de esta competencia, la “Reina “indiscutida, del fondo Argentino.
Si eres maratoniano y argentino, no puedes irte de este mundo sin haber corrido alguna vez “A Pampa Traviesa”.
Por sus avenidas, han desplegado todo su talento los mejores exponentes del “fondo nacional”. Ellas han sido testigos silenciosas de grandes epopeyas y dramas deportivos. En su asfalto, a fuerza de sudor, han sido escritas las páginas más importantes del atletismo de larga distancia.
Estoy sentado en el comedor, con intenciones de cenar. Esta es de las pocas competencias que brindan al corredor popular una atención preferencial. Por muy bajo costo el atleta tiene acceso a cuatro comidas diarias y alojamiento durante dos días. He llegado esta mañana y estoy un tanto cansado por el largo viaje. Termino rápidamente mi plato, la calidad y cantidad de la comida es suprema.
Me retiro a los alojamientos, es de vital importancia descansar bien esta noche, eso aconsejan los que saben.
Los dormitorios son grandes pabellones con una docena de camas cuchetas. Cada quien, en la medida que va llegando al lugar, se apropia momentáneamente de una cama.
Siempre procuro ganarme un lugar abajo en la cucheta, pues de noche y en total oscuridad bajar de la cama superior por la delgada escalera para ir al baño constituye una operación sumamente riesgosa.
Me propongo dormir, pero, como sucede cada año, la gran cantidad de pernoctadores de los dormitorios no tienen la misma urgencia por descansar.
Por lo tanto es un desfile incesante de personas hasta avanzadas horas de la noche ya que a cada nueva llegada al pabellón requiere, de quien lo hace, el encender la luz para poder orientarse y ubicarse en su lecho.
En conclusión, casi nadie duerme antes de la una de la mañana. Lo más sabio ante esta situación es relajarse y tomárselo con calma.
Frente a mí, en la litera vecina, descansa un tucumano, un hombre de unos 60 años. Al pie de su cama ha montado un pequeño santuario y ha encendido unas velitas como ofrenda a su deidad.
Tiene unos abundantes bigotes y es sumamente locuaz, gran parte de este día lo ha dedicado a conocer a los demás corredores y “obsequiarle” a cada uno la “oración al maratón”, cuyo autor es él mismo.
Por fin la habitación se sume en el silencio absoluto, pero nada puede ser totalmente perfecto.
Primero tímidamente, y luego estrepitosamente, hacen su aparición en la noche “el coro de los roncadores”. No hay cosa que me fastidie más que los ronquidos a la hora de dormir.
Pero he venido preparado, hago dos bolitas de papel higiénico, las humedezco y las introduzco en cada oído, de esta forma se hace más llevadera la convivencia con este coro infernal.
El sábado transcurre tranquilamente entre charlas variadas con maratonianos de diferentes lugares del país, en ellas cada uno tiene una historia que contar.
Cada cual tiene una óptica propia acerca del maratón, diferentes formas de entrenarlo, como también distintas estrategias a la hora de correrlo.
Pero hay algo en lo que todos coinciden, y en este punto existe un consenso general, es en lo referente al temible “muro” de la carrera. Ese umbral donde el maratón se transforma, de una experiencia más o menos placentera, en un auténtico viacrucis.
Alcanzo a intuir, por lo que escucho, que es allí, en esos últimos 10 kilómetros, donde comienza el verdadero maratón.
Me acuesto el sábado por la noche, pensando y tratando de imaginar ese tan despiadado muro. Espero estar a la altura de las circunstancias, para cuando llegue el momento de librar la épica batalla.
Tengo confianza de que sabré responder a esta situación, para ello he entrenado como nunca en mi vida, me he sometido a entrenamientos cuya dureza me han llevado más allá de mis propios límites.
Están frescas en la memoria, las “30 pasadas de 400 metros”, las “20 por 1.000 metros”, las “10 por 2.000 metros” y las “4 por 5.000 metros”.
A ellas se suman, los “largos fondos” de cada domingo, muchos por encima de 30 kilómetros y dos que han llegado a los “36K”.
Durante los tres meses que duró la preparación nunca he dejado de padecer fatiga muscular, ha ido de moderada a muy intensa, pero nunca dejó de estar presente, ni por un solo día.
Poco a poco fui aprendiendo a convivir con ella y empecé a aceptarla como una condición natural del entrenamiento de un maratoniano. Todo ese largo y arduo proceso me ha aportado la cuota de seguridad necesaria para creer que mi debut como maratonista pueda ser exitoso.
Faltan 15 minutos para largar y suena el Himno Nacional. Es un domingo frío, soleado y el viento pampeano, por ahora, dice ausente.
Daniel Wilberger, el mejor relator de atletismo que jamás haya escuchado le aporta al marco una atmósfera altamente emotiva. Me encomiendo a Dios, se me hace interminable la espera. El corazón, ante la cuenta regresiva del “último minuto”, no puede contenerse. Todo mi cuerpo está listo para enfrentar al poderoso “maratón”.
“Primer kilómetro”, miro el reloj, es fundamental respetar cada parcial, como indica el plan de carrera, pues los errores en el maratón se cometen mayormente en la primera mitad.
3 minutos 55 segundos por kilómetro, ese debe ser el ritmo de paso, la intención es correr en mi debut en torno a las 2 horas 46 minutos. Y por el momento, al “kilómetro cinco”, cumplo con el plan a rajatablas.
Al reloj llevo adosado con cintex un pequeño papelito enrollado sobre sí mismo, en él están escritos los tiempos referenciales de algunos kilómetros cruciales. Vendría a ser el “machete” para rendir el duro examen que tengo por delante.
Cuido mucho la hidratación, en cada puesto de avituallamiento disminuyo la velocidad y aprovecho a tomar todo el líquido posible que contienen los vasos, que recojo de los largos mesones.
Por ahora en el “kilómetro diez”, la carrera es puro disfrute y mantenerme en el rango de los tiempos planificados, no significa un gran esfuerzo. Esta comodidad comienza a conferirme cierta confianza y, por momentos, me encuentro corriendo más rápido de lo debido.
Hace un par de kilómetros he comenzado a otorgarme cierta licencia. 3 minutos 45 segundos para estos dos últimos segmentos. Soy consciente de que estoy rompiendo una de las reglas más importantes del maratón, “respetar el plan de carrera hasta el kilómetro 35”.
Me prometo que al menor indicio de esfuerzo, más allá de lo normal, bajaré inmediatamente la velocidad. Esta decisión me tranquiliza y me quedo en el 3.45 por kilómetro.
“Kilómetro 17”, marcho en un grupo de cuatro corredores, por lo rítmico y parejo del andar intuyo que son maratonianos avezados. Me ubico detrás de ellos y me dejo llevar.
“Media maratón”, estoy en la mitad de la competencia, que además coincide con el primer giro al circuito. “1 hora 20 minutos” para los “21 kilómetros”, he pasado 3 minutos antes de lo programado. No doy importancia a la desobediencia pues, por ahora, no hay ninguna señal de alarma.
“Kilómetro 25”, en uno de los tantos bulevares por los que transita el circuito, veo venir al puntero del maratón, Toribio Gutiérrez, uno de los grandes dominadores del fondo argentino. Un corredor de una fortaleza extraordinaria, se dice de él que es capaz de correr diariamente un maratón durante el período de preparación de la prueba.
Estoy extasiado viéndole pasar, viaja en solitario y, por la soltura de sus movimientos, podría parecer que recién largase ¡Cuanta excelencia! ¡Es un deleite poder contemplarle!
“Kilómetro 30”, me han dicho que aquí es donde comienza el maratón. Me sorprendo de lo bien que me encuentro por el momento. Pongo todos los sentidos en alerta para detectar cualquier indicio que anuncie al tan temido “muro de la carrera”.
“Kilómetro 33”, estoy en terreno desconocido y aún me siento con fuerzas, empiezo a sospechar que el “muro” me dejará pasar esta vez. Décimo quinto en la general. Francamente nunca esperé encontrarme en esta situación, en el debut.
“Kilómetro 35”, veo a pocos metros delante y visiblemente agotado a Walter González, un atleta mendocino nativo de Lavalle. Éste, junto a otro majestuoso fondista, Roberto Jofré, son los dos máximos exponentes de las largas distancias en nuestra provincia.
Le alcanzo y, cuando lo estoy pasando, le aliento, “¡fuerza Walter!” Sólo me mira y apenas es capaz de levantar su pulgar en señal de agradecimiento. Me acongoja sinceramente su estado y, por otro lado, no puedo reprimir cierta cuota de orgullo por ser capaz en mi primer maratón de ganarle a un corredor de su talla y experiencia.
“Kilómetro 37”, de pronto el “muro” me ha caído encima, ni siquiera el muy traidor me ha dado un sutil aviso de su inminente llegada, me lo he “topado” de golpe. Las piernas me flaquean a cada paso y una laxitud espantosa se ha adueñado del cuerpo y la mente.
“Kilómetro 40”, sólo deseo que termine este “calvario”, pues la situación va a peor. Trastabillo con cualquier mínima imperfección de la calzada y estoy a punto de caer en varias ocasiones. Nunca he vivido una situación como ésta, me siento indefenso y a merced del antojo de los elementos.
Entro en el “último kilómetro”. Me parece interminable. En ese instante me vuelve a superar Walter González, me devuelve el aliento y me anima a terminar. Pienso, “cinco kilómetros antes él desfallecía y yo me sentía poderoso y ahora, en sólo veinte minutos, todo ha cambiado dramáticamente”.
Cruzo la meta y un enorme “alivio” me invade, por ahora soy incapaz de experimentar otro sentimiento. La decepción o la felicidad no tienen cabida en mi mente por ahora, toda ella está ocupada por un inmenso y único “alivio”.
“2 horas 44 minutos” ha sido la marca. Estoy extenuado y vacío. Me reconforta el haber terminado y pensar que por un largo tiempo no volveré a enfrentar a tan formidable rival.
He finalizado mi “primer maratón”, mas el precio pagado ha sido muy alto. El “muro” ha dejado un mensaje, “tú propones pero yo dispongo y sólo si me tratas con mucho respeto te permitiré llegar”. Vaya tamaña lección de humildad me ha sido dada hoy.
Voy hacia la plaza con la imperiosa necesidad de sentarme y descansar. Diviso un banco vacío, me acuesto en el pasto y pongo las piernas sobre él. Que agradable sensación es recibir el cálido sol en mi cuerpo maltratado. Me abandono al placer del momento y me duermo profundamente.
Despierto ante el sonido de una voz, que viene dirigida a mí.
-¿Quieres una ensalada de fruta? Dice una adolescente.
-Claro que sí, pero ahora no traigo plata encima.
-Entonces no puedo darte una.
-Si me fías una te prometo que por la tarde en el alojamiento te la pago.
La chica ni siquiera lo piensa mucho y contundentemente me dice.
-No puedo hacer eso.
Y visiblemente molesta, por haber sido demorada, se marcha a seguir vendiendo.
Mientras pienso en el hambre que tengo evalúo que el albergue está a más de tres kilómetros y en mi calamitoso estado ir hasta allí caminando a buscar dinero para la ensalada de fruta es una tarea impracticable.
Resignado veo a la chica como vende su mercancía y se aleja lentamente. Dos hombres, que indudablemente son espectadores, le compran a la joven. Me digo, “si supieran cuanto me hace falta comer algo seguramente accederían a convidarme”.
En ese mismo momento, uno de ellos abandona su ensalada de frutas sobre el mástil de la bandera. Éste se encuentra situado frente a la municipalidad de Santa Rosa sobre el mismo boulevard.
No dudo un solo instante, me levanto del suelo y, cojeando, producto del intenso dolor de piernas, me dirijo directamente hacia la apetecible ensalada. Estoy a punto de hacer algo que nunca hice antes en mi vida. Llegado al lugar dudo por un rato, sutilmente tomo el vaso y en eso veo a un hombre que, apostado contra el mástil, adivina mis intenciones. Me detengo avergonzado, pero el testigo, lejos de delatarme, sorprendentemente me anima a que me lo lleve.
-Llévatelo, yo no vi nada. Me dice solapadamente y a la vez sonríe con un dejo de complicidad.
Le agradezco por lo bajo y me marcho nuevamente al banco de la plaza a disfrutar del exquisito manjar. Nunca en mi vida volví a robar algo y de no haber sido por la intensa necesidad de comer tampoco lo habría hecho aquel día.
Desde mi banco observo al dueño de la “ensalada”, que ha vuelto al mástil por ella. Desorientado la busca y le da vuelta tras vuelta al monolito, está confundido y mira a su alrededor, indaga entre la muchedumbre, esperando dar con un testigo que le dé alguna pista, sobre lo que pudo ocurrirle a su vaso.
En eso le veo hablar con mi cómplice, seguramente le pregunta acerca del destino de su ensalada de frutas. Mi extraño amigo se encoje de hombros como diciendo, “no tengo ni la más remota idea”. Me río de lo que veo y pienso, “vaya menudo actor este tipo”.
Han transcurrido unas tres horas desde que pasé la meta, ya aconteció la premiación de la competencia y, como cada año, he recolectado los “autógrafos” de los ganadores de la general del maratón. Sueño con estar alguna vez en ese podio de los diez primeros de la competencia. Debe de ser fantástico.
Están esperando los colectivos que nos llevarán hasta el “albergue municipal”. Allá nos aguarda una ducha caliente y un suculento almuerzo. Elijo uno y voy directo hacia él, pretendo subir los escalones del autobús, pero soy incapaz de hacerlo, pues siento un dolor desgarrador en los cuádriceps. En eso, dos corredores, que esperan detrás de mí su turno se percatan de mis dificultades y entonces con un gentil, pero firme aventón, me facilitan la tarea al levantarme por los aires.
En el dormitorio, como así también en las duchas y el comedor, el denominador común de las charlas entre los corredores es la “carrera”. Todos comparten, unos con otros, sus sensaciones y vivencias de lo vivido esta mañana. La felicidad se palpa y se respira en el ambiente. Sonrisas, halagos y felicitaciones, se escuchan en todos lados.
Hay un detalle que me da la pauta de que mi desempeño ha sido bastante bueno. Con todos los corredores que me cruzo e intercambio pareceres acerca de la competencia, al decirles que he corrido el maratón en 2 horas 44 minuntos en el debut, y con 20 años, se quedan mirándome sorprendidos. Parece, después de todo, que el tiempo que he realizado no es muy común para quien corre por primera vez la distancia. Empiezo por lo tanto, ante tanta buena crítica, a sentirme realmente dichoso.
Entre toda esa gente en el comedor, encuentro a Walter González. Nos felicitamos mutuamente y nos abrazamos. Me expresa, que lo hecho por mí es notable para un debutante y me augura un buen futuro como maratoniano. Agradezco sus palabras sinceramente conmovido.
Luego pregunta.
-¿En qué volvés a Mendoza?
– En colectivo, pero aún debo sacar el pasaje.
-Ahórrate el dinero y venite con nosotros.
Dudo en contestar, pues no deseo ser una molestia.
-Walter, no me gustaría que fueran incómodos en el auto.
-Pero es que no andamos en auto, nos movemos en un camión.
Sin siquiera pensarlo, acepto de buen gusto. Por un lado, me ahorro el dinero del pasaje, que mal no me viene, y, por el otro, hago el largo viaje de regreso con gente amiga, lo cual me resulta mucho más entretenido que hacerlo solo.
Llega el momento de volver a casa, Walter pasa por mí. Me muestra el camión, es un Dodge viejito y con volquete. Atrás, en la caja del camión, han tirado tres colchones de forma tal que quienes van allí pueden acostarse cómodamente y dormir. Me parece una idea bárbara.
El viaje viene sin contratiempos, es un tanto lento, pues nuestro vehículo no es capaz de superar los 80 kilómetros por hora, pero vamos plácidamente acostados atrás y me digo “esto es mucho mejor que ir sentado en el colectivo y, además, gratis”.
Estamos por hacer un cambio de ruta. Para ello hay que girar en una rotonda. Al frenar, el camión se detiene bruscamente. El conductor intenta infructuosamente darle arranque una y otra vez y nada. El motor parece muerto y, de pronto, se da la voz de bajar y empujar. Nos aprestamos para el esfuerzo.
En el momento que salto del camión un dolor incapacitante me recuerda que hace pocas horas he corrido el maratón. Se me escapa un grito, producto de las intensas agujetas en todas las piernas, pero no hay opción alguna, todos menos el conductor debemos coordinar nuestras fuerzas para mover este mastodonte.
Luego de un largo carreteo logramos dar arranque al motor y, a la carrera, debemos subir al viejo “Dodge”.
La noche transcurre de esta manera: cada vez que el camión debe detenerse, porque así lo exige el camino, nuestro longevo transporte queda momentáneamente sin vida. Lo único capaz de revivirlo es empujarlo, por tanto dicha maniobra ha sido repetida media docena de veces a lo largo de las últimas horas. Y con cada una de ellas vuelven a presentarse nuevamente los intensos dolores de mis piernas.
Pero lo peor está por venir y acontece al entrar a la ciudad de Mendoza. La entrada a la urbe, atestada de semáforos, en cada esquina motiva que la torturante acción de saltar del camión y empujarlo deba ser repetida una y otra vez, ahora cada 100 metros. La última parte del viaje se ha tornado en un auténtico suplicio y parece nunca terminar.
De pronto, en uno de esos duros trances de empujar nuestro caprichoso transporte se me da por pensar: “si después de esto,vuelves a correr un maratón es porque eres realmente un demente”.
Cristian Malgioglio
Tres veces campeón argentino absoluto de 100 km
en carretera y miembro de selecciones nacionales
Foto de tapa: gentileza Antonio Tello Vargas
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Gracias Claudio por Compartir estas anécdotas, que no solamente nos identifican, sino también nos rememora sensaciones a quiénes tuvimos el privilegio de correr y completar un Maratón. Aplausos a los dos!!!