Corre el año 1994 y tengo 22 años recién cumplidos.
Hace pocas horas hemos llegado a Villa Dolores, Córdoba.
Nos dirigimos a un alojamiento gratuito que nos ofrece la organización de la competencia.
Voy caminando junto a un gran amigo, Cristian Zapata, alias «el Negro».
Hemos dormido muy poco en el largo viaje de colectivo. Estamos exhaustos pero felices.
La primera parte de esta aventura ha sido cumplida con éxito.
Digo bien «aventura». Es que para los corredores amateurs, y de bajos recursos, procurarse los medios mínimos para salir y competir ya es todo un desafío en sí mismo.
El dinero de los pasajes proviene de la venta de café y bizcochuelo…
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Todos los 9 de Julio, se desarrolla en la Avenida San Martín de Mendoza un suntuoso desfile en conmemoración del día en que declaramos nuestra independencia nacional.
En esa época del año hace mucho frío, el invierno mendocino despliega todo su rigor y más aún en horas de la mañana, que es justamente el momento en que se llevan a cabo los festejos patrios.
Ese día andábamos por la calle ofreciendo a los transeúntes «un café mediano y cuatro pedazos de bizcochuelo por un peso».
Los cero grados reinantes jugaban a nuestro favor.
La gente no resistía la tentación de algo caliente y rápidamente vendimos todo.
Ya contábamos con el dinero suficiente para los pasajes Mendoza-Villa Dolores, ida y vuelta…
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Golpeamos la puerta de una casa: la dirección es la indicada. Sale una mujer que amablemente nos confirma que estamos en el lugar correcto.
La habitación tiene todo lo que podemos desear, dos camas decentes y un baño limpio y funcional.
Nuestra condición de jóvenes con limitaciones económicas importantes hace que todo lo que se nos brinde sin costo sea recibido de nuestra parte con un nivel de agradecimiento enorme.
Luego de dos horas de sueño nos sentimos reconfortados.
Es día sábado y estamos cerca del mediodía.
Le pregunto a mí compañero:
-¿Almorzamos negro?
-Dale, me parece buena idea.
Saco del bolso una bolsa de papel aluminio, esas que originalmente son utilizadas para contener la leche en polvo.
En el interior hay arroz hervido ya listo para comer.
También traemos con nosotros dos platos y tenedores y, como si fuera poco, en dos pequeños recipientes aceite y sal.
Cuando se tiene hambre y se es poco pretencioso todo comestible es bienvenido.
Mientras comemos, hablamos de la competencia, de posibles rivales y estrategias.
Mañana por la mañana nos esperan los «10 kilómetros Aniversario de Villa Dolores».
Es una competencia importante para la zona de las sierras cordobesas, acuden a ella atletas de toda la provincia y alrededores.
La jerarquía y renombre de la corrida ha crecido notablemente los últimos años producto de los atractivos «premios en efectivo».
Por otro lado, la organización está en manos de gente muy amable, siempre bien dispuesta para con los atletas.
Además, a quienes vienen de lejos, se les obsequia con alojamiento sin costo.
Nos disponemos a salir: iremos a conocer un poco los alrededores y, de paso, comprar pan y mermelada para hacer la merienda de hoy y desayuno de mañana.
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Tengo un puñado de muy buenos amigos, uno de ellos es «el Negro Zapata». Delgado, alto, de palancas largas y de tez bien morena. Uno cree estar, cuando se viste de atleta, ante un fondista keniata.
Fiel y noble hasta las últimas consecuencias, excelente compañero de aventuras y viajes, sabe adaptarse a toda situación, por inverosímil que sea.
Medido al hablar, cuando lo hace es porque existe un motivo.
De carácter paciente, tranquilo y de risa fácil, muy pocas cosas logran perturbarle y sacarle de sus cabales.
Pulcro y ordenado con sus cosas hasta la obsesión.
Cuando tiene un propósito, es sumamente constante, prolijo y no cede ante ninguna adversidad.
Como atleta, es muy veloz y buen estratega.
Es generoso a la hora del esfuerzo, no tiene inconvenientes de darlo todo y es valiente, en el momento que se requiere serlo.
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Son las 17 horas, aproximadamente, hemos trotado treinta minutos y ahora elongamos un poco.
-Hola muchachos!
Alguien se dirige a nosotros en voz alta, desde cierta distancia.
Al irse acercando, descubrimos de quién se trata.
Juan Carlos Barroso, «el Diablo».
Así le dicen cariñosamente los amigos.
-¡Como andás Juan!
-Muy bien, con ganas de mover mañana un poco las piernas ¿Ustedes qué tal?.
-Ansiosos también, esperando el día.
Juan Carlos Barroso es ya un atleta de la categoría «Máster».
Fue en su juventud un atleta formidable y muy talentoso.
Aún a su edad, pone en aprietos a cualquier joven corredor.
Por otro lado, más allá de sus dotes como atleta, es una persona sumamente «graciosa».
Es muy buen tipo, querido y respetado en el deporte, pero por sobre todo goza de un alto concepto en su comunidad, Rivadavia.
Viaja con su mujer, una chica tan risueña y agradable como él.
-Che muchachos, ¿nos acompañan a cenar esta noche?
-Gracias Juan, pero nosotros ya traemos arroz listo.
-¿Dónde lo prepararon?
Lo miro al negro Zapata, está tentado de risa, al igual que yo.
-Ya lo traemos hecho de Mendoza.
Incrédulo, Juan nos mira, esperando que lo dicho sólo sea una broma.
No decimos nada, sólo seguimos riendo
-¡Es en serio, entonces! ¿Lo traen hecho desde ayer?.
-Sí Juan.
-Ustedes están realmente locos.
Ahora nos unimos todos en una estrepitosa carcajada.
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En el interior de nuestra habitación nos aprestamos a cenar.
Repetimos la ceremonia y el menú del almuerzo.
Servimos en los platos, lo que queda de aquel arroz hervido, a un día y medio de preparado.
Nos esforzamos en comerlo, no es fácil.
Poco o nada de apetecible, para ser más honesto, le queda a esta comida.
Pero, nos guste o no, sabemos que de esta ingesta de carbohidratos dependerá nuestro rendimiento mañana.
De pronto lo miro al «Negro» y le digo:
-Amigo, si mañana alguno de los dos gana algo de dinero, qué te parece si nos comemos unos buenos «ravioles con pollo».
-Claro que sí amigo, ni dudarlo.
El porqué de los «ravioles con pollo» se debe simplemente a que cuando paseábamos por el centro de la ciudad, en la mañana, pasamos frente a un restorán que anunciaba y mostraba en su cartelera la tentadora comida.
De allí habíamos quedado deseosos de ella.
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Son las diez de la mañana del domingo.
Llegó la hora de la verdad.
Una buena cantidad de corredores esperamos la señal de largada.
El Negro Zapata y yo nos hemos asegurado un lugar en la primera fila.
Entre los candidatos reconozco a dos posibles: Iván Ávila, de Alta Gracia, y José Torres, muy buenos ambos.
Tengo decidida la estrategia, correr con ellos a sus espaldas.
A priori, por años y trayectoria, son los dos máximos candidatos a quedarse con la victoria.
Suena el disparo que anuncia el comienzo de la «corrida».
Como preveía, Ávila y Torres se adueñan rápidamente de la punta de la competencia.
Como una sombra, y sin dudarlo, me sitúo, a escasos dos metros, detrás de ellos.
El ritmo de carrera es intenso y ambos atletas no se dan tregua.
Resisto con lo justo.
Kilómetro cinco, la velocidad ha decaído un tanto, lo cual me ha venido muy bien, para recuperar un poco de compostura.
Los tres hemos abierto un hueco tranquilizador con el resto de corredores.
Pienso: «Debo aguantar aquí un poco más y asegurar, de esta forma, al menos el tercer puesto».
La premiación contempla efectivo a los tres primeros de la general.
Aunque nunca ha sido el dinero mi mayor motivación, ni mucho menos.
Sinceramente, me vendría de maravilla.
Se nota claramente que Iván Ávila está mejor que nosotros dos.
A falta de dos kilómetros se juega el todo por el todo.
Nos asesta un potente cambio de ritmo imposible de contestar.
Torres, intenta ir en su búsqueda, pero queda a mitad de camino.
Yo ni lo he probado.
Conecto nuevamente a Torres.
Iván se marcha solo y se nos aleja lentamente.
Percibo a mi rival visiblemente diezmado por el sobre esfuerzo hecho.
«Es ahora o nunca», me digo.
Exijo la marcha a tope, con el poco resto que me queda.
He logrado quebrarle el orgullo, pues me deja ir.
Cruzo la meta en segundo lugar.
Estoy feliz y muy satisfecho.
Saludo, antes que nada, a mis dos formidables rivales de competencia.
Pasada la línea, como sucede la mayoría de las veces, somos todos buenos amigos.
Me voy trotando, en dirección contraria, al curso de la carrera.
Busco al «Negro», entre quienes vienen finalizando.
¡Ahí viene!
Quinto puesto para él, en un final cerrado.
Nos abrazamos efusiva y alegremente. Todo ha salido perfecto.
Aún conmovido por emociones fuertes y, sin premeditarlo, ni siquiera pensarlo, digo al Negro: «Ahora sí, nos comemos los ravioles con pollo».
Ambos, ante lo espontáneo y gracioso de la escena, nos echamos a reír fuertemente.
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Son las 13 horas del domingo, hemos llegado al restorán.
Tengo el sobre de efectivo, devenido del segundo puesto, en el bolsillo.
Pedimos una mesa para cuatro.
El Negro Zapata, Juan Barroso, su mujer y yo.
-¿Qué van a comer los señores?, pregunta el camarero.
Al unísono y con cierto tono de urgencia, Cristian y yo, respondemos enfáticamente.
-«¡Ravioles con pollo!»
Hacemos un esfuerzo enorme por no reír y parecer groseros, ante la mirada del amable mozo.
El tiempo pasa lentamente, al menos esa es mi sensación.
Estamos esperando el pedido; mientras Juan nos cuenta de su desempeño en la carrera.
Todos hemos ordenado lo mismo.
Es tal la ansiedad y hambre que tenemos con Cristian que no podemos dejar de mirar la barra del restorán.
A la espera de un indicio o señal, que anuncie la inminencia de la comida, no puedo concentrarme en otra cosa que sea el deseo de comer.
Juan ahora bromea, pero ni así logro apartar mis pensamientos de la comida.
Lo miro al Negro y me doy cuenta que por su cabeza pasa lo mismo.
El camarero y los tan ansiados «ravioles con pollo» hacen su aparición.
Vienen ambos hacia nosotros.
Una emoción incontenible nos embarga.
Después de dos días de «arroz hervido» frío con tan solo aceite y sal.
Por fin vamos a disfrutar de una comida decente ganada a pura zancada.
Los platos ya están dispuestos en la mesa.
Ante mí, unos majestuosos «ravioles con pollo».
Sin reparos, ni preámbulos, me lanzo sobre ellos.
Me llevo el primer bocado a la boca, mis papilas gustativas están de fiesta.
De súbito, se siente en el comedor, un grito desgarrador.
Giro la cabeza y, lo que veo, me parece digno de la mejor comedia de Hollywood.
El Negro Zapata yace contorsionado en el suelo siendo víctima de un calambre en el posterior en su pierna derecha.
Nos apuramos a socorrerlo, pero la contracción no cede.
Levanto la vista y veo nuestra comida intacta, que se enfría irremediablemente.
Entonces pienso: «¡Que injusto destino!»
Después de tanto anhelar un plato de «ravioles con pollo» y de soñar con este momento, cuando todo parece estar a nuestro favor y nuestro deseo a punto de ser complacido, el calambre del Negro Zapata llega para decirnos burlonamente… «¡tendrán que esperar un poco más!«
Cristian Malgioglio
Tres veces campeón argentino absoluto de 100 km
en carretera y miembro de selecciones nacionales
Foto: gentileza Cristian Malgioglio
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