Acabo de traspasar la meta, qué magnífica sensación.
Alivio y algarabía confluyen a mí en este sublime instante.
Cuántas veces he vivido esta situación, mil veces o tal vez más, no lo sé exactamente.
Es un momento mágico, único ¿Será por esa cuota de magia acaso que uno jamás se acostumbra a él?
Es un instante absolutamente espontáneo y auténtico donde, incontenibles, las emociones emanan de lo más profundo de nuestro ser para precipitarse puras y sin filtros hacia el exterior.
Creo que la imperfección y la naturalidad de ese instante es lo que lo hace tan emotivo.
Nadie está preparado para esos pocos segundos, me atrevo a decir que es de esos escasos instantes de la vida donde somos ciento por ciento genuinos.
Hago unos pocos pasos, una joven me cuelga una medalla al cuello, el organizador de la competencia me felicita por el desempeño.
Percibo en sus caras admiración, qué halagador es sentirse admirado por algo bien hecho, en mi caso siempre ha constituido un incentivo importante para seguir mejorando.
Alcanzo a intercambiar algunas palabras con los responsables del evento, de parte de ellos elogios, de mi parte agradecimientos.
Ahí los veo venir al encuentro los afectos, los verdaderos, los cercanos.
Me fundo con ellos en un emotivo y sentido abrazo, sólo ellos realmente saben, del esfuerzo y dedicación destinada a lo largo de estos meses.
Con ellos he compartido horas y kilómetros durante todo este tiempo, hemos tenido juntos momentos de disfrute y de padecimiento.
Es por tales motivos que los considero responsables directos de lo obtenido hoy.
Luego, y hago especial énfasis en esto, me abrazo con Adela, mi mujer, mi incansable compañera de vida y de kilómetros.
Su aparición en mi historia personal significó un segundo aire en todos los sentidos.
Le aportó frescura y motivación renovada a una carrera deportiva que, por extensión y por mi edad, estaba más pronta al ocaso que a continuar.
Por experiencia propia puedo afirmar que poder compartir y desarrollar una pasión con quién amás tiene un valor agregado.
Los éxitos se disfrutan más y las frustraciones duelen menos.
Sinceramente, siempre me he sentido un privilegiado, en primera medida, por haber descubierto tempranamente esta pasión.
Y en segundo lugar, por haberme cruzado con las personas indicadas para poder madurarla.
Y si además de eso, uno cuenta con la salud, el tiempo y la motivación para hacer lo que le gusta.
Puede considerarse afortunado por partida doble, ese es mi caso sin lugar a dudas.
Me detengo y vuelvo sobre mis pasos, toca el tiempo de felicitar a los demás protagonistas que van terminando.
En ellos puedo apreciar, cual si fuera un espectador en primera fila, esa explosión de emociones que ocurren tan sólo en ese sublime momento de la llegada a la meta.
Unos experimentan incontestables ganas de llorar, otros gritan y ríen en un violento frenesí.
Hay quienes aprietan los puños y mirando al cielo dedican su esfuerzo a alguien que se fue de sus vidas, otros ni bien pasan la línea, se arrodillan y besan el suelo, como intentando buscar un mudo testigo, ante lo que acaban de realizar.
Quienes hemos vivido alguna vez la experiencia de correr y terminar un maratón no olvidaremos jamás el mágico instante de cruzar la meta.
Quedará imborrable en la memoria,por el resto de tiempo que nos quede en este mundo.
Entiendo lo que les pasa, es inevitable verlos y no emocionarse, ante tantas muestras de sentimientos sentidos.
Ante tantas personas manifestándose de forma tan espontánea.
Pasan los minutos y las horas y las emociones fuertes comienzan a retirarse hacia el interior de cada cual.
Irán a dormir un sueño reparador a lo más profundo de nuestras entrañas.
Permaneciendo en un estado latente, casi catatónico, sin dar muestras de vida alguna por largo tiempo.
Esperando adormecidas, ese sublime instante, ese único y mágico momento capaz de devolverlas a la vida.
“Trapasar la meta del maratón”.
Cristian Malgioglio
Tres veces campeón argentino absoluto de 100 km
en carretera y miembro de selecciones nacionales
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