El atletismo definitivamente me ha atrapado y ya no caben dudas de ello. Hasta hace unos años mi pasión por las actividades deportivas estaba un poco compartida, el fútbol y el básquet tenían una clara preponderancia en mis gustos y preferencias sobre todas las demás. Pero esa tendencia fue cambiando. Primero poco a poco, mas, con el transcurso del tiempo, el correr ha ido ocupando todo mi tiempo libre y hoy se ha transformado en la gran inquietud de mis días.
Disfruto de correr y siempre me gustó, aún cuando practicaba otros deportes. Toda mi vida tuve la intuición de que lo hacía bastante bien, y hoy estoy convencido de que esto constituyó un decidido incentivo para que me volcara con el devenir de los años a este deporte.
La intuición que tenía de ser bastante apto para correr nació en mí porque en todos los deportes que había practicado, durante mis jóvenes 16 años, siempre había destacado por la tendencia de correr y correr sin agotarme, o, al menos, sin aparentar estarlo. Lo cierto es que superaba a mis compañeros en este aspecto, cuando ellos ya mostraban marcados signos de cansancio, yo, por el contrario, aún seguía corriendo como en el comienzo.
Por otra parte, tuve entrenadores, tanto en el básquet como en el fútbol, que supieron estimular este aspecto de mi conducta y me valoraron esta capacidad innata para resistir la fatiga. Es más, siempre fui consciente de que ante la falta de envergadura física que tenía, y especialmente para el básquet, debería exacerbar y perfeccionar esta capacidad hasta el límite mismo, si es que pretendía ser competitivo ante jugadores mucho más altos y fuertes.
Si bien no he abandonado del todo otros deportes y principalmente el fútbol, lo cierto es que el atletismo hoy es mi gran pasión y me he rendido definitivamente a sus encantos, siento que es la actividad donde mis capacidades y virtudes pueden encontrar un campo fértil para que crezcan y se desarrollen.
Soy consiente que para ser un buen corredor de largas distancias se requiere del perfeccionamiento de muchos factores, entre otros, aspectos técnicos, tácticos, estratégicos, etc.,etc… La lista es larga. Pero, por otro lado, he podido ver y comprobar tempranamente que cualidades tales como la disciplina, la capacidad para resistir y tolerar el dolor, que emanan de esta actividad cuando se la realiza de forma exigente son, desde mi nada científico punto de vista, vitales para encontrar el éxito en el atletismo de fondo. Si bien sé que recién comienzo a caminar por este mundo del running y nada está dicho aún, ni mucho menos, soy también capaz de intuir que tengo algo de lo que se necesita para aspirar a destacar en él y esta premonición, si se quiere, nunca la sentí antes en otros deportes.
Curso el cuarto año de perito mercantil en el Colegio Nacional Agustín Álvarez. Soy un buen estudiante y, si bien no me agrada la rutina de cursar cada día y menos aún levantarme tan tempranamente para realizar tales menesteres, he de confesar que le tengo un gran cariño a esta institución. No sólo he hecho en ella muy buenos amigos también ha sido la promotora fundamental para que descubriera la actividad atlética, lo cual deberé agradecerle de por vida.
Las dos horas semanales de atletismo que nos imparte magistralmente el profesor Hugo Galeano han sido determinantes para enamorarme finalmente del atletismo. La Plaza Independencia es el campo de entrenamiento donde nuestro profesor ha sabido conducirnos, primero, sutilmente y, luego, deliberadamente, hacia la práctica comprometida y seria de este deporte. Hugo Galeano, es un claro ejemplo de que cuando alguien ama su profesión y, además, se posee una gran capacidad para motivar a las personas ni la falta de recursos materiales, ni de infraestructura tienen que ser necesariamente un condicionante insalvable para lograr buenos deportistas.
Gracias al envión fundamental de estos comienzos que supo imprimirme Hugo, hoy no sólo mis entrenamientos se limitan al colegio, los he llevado y continuado en la UNC (Universidad Nacional de Cuyo). En esta institución y gracias a otro apasionado y gran entrenador, Miguel Leiva, mi inclinación hacia las pruebas de fondo ha sido definitiva.
Actualmente entreno los siete días de la semana y sinceramente disfruto de esta rutina, espero con ansias cada jornada y las 16 horas especialmente, pues es la hora de la práctica en el club. Me gustan, por sobre todo, los “fondos largos”, pero también con el tiempo le he tomado cariño a las “pasadas en la pista”. En fin, el atletismo no solo me tiene atrapado sino que, además, promete no soltarme.
He obtenido rápidamente buenos resultados deportivos, puesto que en un año, que es lo que llevo entrenando en la UNC, he logrado coronarme Campeón Mendocino de Cross Country y de 3.000 metros en pista, como así también, subcampeón de los 1.500 metros planos. Esta seguidilla de logros, y lo pronto que han llegado, me ha significado una gran motivación y acicate para seguir con la misma responsabilidad y compromiso que hasta el momento.
Por estos días mi acostumbrado nivel de ansiedad e inquietud natural se han incrementado de manera notable, pues a escasas setenta y dos horas estaré en la línea de largada de un evento que, para quienes somos corredores y alumnos del colegio nacional Agustín Álvarez, participar de él es prácticamente una cita obligada e ineludible. Me refiero a la corrida atlética del colegio.
Esta tiene una extensión de apenas cuatro kilómetros y se larga frente a la pista auxiliar del Estadio Islas Malvinas y se llega al colegio. Es una competencia sumamente rápida y no sólo por lo corta que es sino también por que es íntegramente en bajada, una pendiente cuyo desnivel a favor es tremendo, significando así un castigo brutal para los cuádriceps.
Si bien el haber obtenido dos Campeonatos Mendocinos en mi categoría han significado el logro más importante de lo que va este año, y probablemente no haya en lo que reste del mismo otro objetivo de dicha envergadura. Procurar ganar la corrida aniversario de mi colegio, insisto, para quienes somos alumnos de él, constituye un incentivo sin parangón.
Me encuentro en un gran estado de forma y con la confianza por las nubes. Esto último se debe a los excelentes resultados y tiempos realizados en los entrenamientos de los últimos meses.
Me ha sido inevitable, principalmente antes de caer en el sueño nocturno, imaginar y fantasear con una posible victoria, el solo pensar en esta posibilidad, inmediatamente, me provocan una explosión de adrenalina y una taquicardia emotiva, imposibles de controlar.
Llevo muchas noches visualizando una escena en particular, la cual me emociona en extremo, en ella me veo cruzando la línea de meta y en el primer lugar de la general.
Soy católico, más no un ferviente practicante, pero cuando deseo algo con mucha intensidad suelo pedirle ayuda a Dios para que Él interceda en el destino y, de esta forma, me conceda la dicha del sueño hecho realidad. Por otro lado le he prometido que de otorgarme el enorme privilegio de gana no he de molestarle por un largo tiempo con otro de mis caprichos, aunque también es cierto, y debo confesarlo, que muy a menudo le he jurado esto mismo y lo que suele suceder es que ni bien me asalta la inquietud de perseguir otro sueño vuelvo a invocar su buena voluntad y rompo sin remilgo alguno lo convenido. Qué le vamos hacer, espero que el día que deba presentarme ante Él sea un tanto indulgente con mis innumerables pactos incumplidos.
Dieciséis horas del día sábado y se da la señal de largada. Unos 300 corredores nos lanzamos en una desenfrenada carrera cuesta abajo. Como siempre sucede con algunos novatos, se precipitan en una carrera suicida los primeros metros. No hago caso de ellos pues, a pesar de que no llevo mucho tiempo en el atletismo, sé muy bien cómo termina esa loca aventura, he aprendido a discriminar a esta altura los buenos corredores de los noveles entusiastas, siendo la técnica al correr el indicador más claro e inequívoco de quién es uno y otro.
Entre los rivales de temer hay uno, Guillermo Marciali. Un tanto más grande que yo y un corredor muy fuerte, hasta hace poco menos de dos años y sin discusión alguna era superior a mí, pero hoy gracias a mi compromiso con los entrenamientos y la sana costumbre de no saltarme ninguno he logrado transformarme en un atleta mucho mejor que aquel de los comienzos.
Tengo a Guillermo a mis espaldas y bajamos a un ritmo vertiginoso, pues la pendiente abrupta de esta bajada no admite otra forma de correrla. Puedo escucharle su respiración, la cual delata que su nivel de exigencia ha llegado al límite mismo. Hemos llegado a la punta de la competencia y noto que, poco a poco, pero indefectiblemente, comienzo a desprenderme de mi compañero de fuga.
Me es inevitable imaginar el momento de llegar a meta ya que, si todo sigue como hasta el momento, mis chances de cruzar la línea de llegada en primer lugar son muy altas. El incentivo que significa esta posibilidad de triunfar en mi “propia casa” hacen que mis energías se dupliquen de una forma sorprendente.
Me siento pletórico pues todo viene saliendo como lo había planeado. Acabo de cruzar los portones del Parque General San Martín en la agradable soledad del primer lugar. Temprana y afortunadamente en mi corta vida de atleta he podido experimentar un buen número de veces esta placentera sensación de ir delante de todos. Es francamente adictiva una vez que se la prueba. El deseo de volver a sentirla es honestamente irresistible.
Transito el último kilómetro y medio por calle Emilio Civit. A mi lado, en una bicicleta, me acompaña uno de mis buenos amigos, Víctor Espíndola. Se ha tomado la molestia de alentarme y además filmarme a lo largo de toda la competencia. Qué fantástico será por la noche volver a revivir este momento tan caro a mis sentimientos.
Me encamino hacia la meta, unos pocos cientos de metros me separan de ella, es un camino triunfal del más puro y exquisito disfrute. A los costados de la calles veo muchos rostros conocidos y puedo intuir, no me caben dudas, de que también disfrutan de este instante, alcanzo a percibir de que se alegran por uno.
Este acto supremo de empatía de algunas personas nunca me ha dejado de sorprender, esta tendencia tan natural en muchos de ellos de ponerse en la piel de otra persona, a mi entender, constituye una capacidad extraordinaria y, como tal, digna de ser valorada y agradecida por parte del depositario de tantos buenos deseos.
Traspaso la línea de llegada con ambos brazos en alto. Me invade una exuberante felicidad. Me fundo en infinidad de abrazos con amigos y conocidos. Todo es perfecto, más aún que en mis propios sueños. Me siento en este momento como algunos de mis ídolos deportivos, una especie de keniata, más precisamente como un “keniata Blanco” ¡Sí señor! Esa es la frase más descriptiva de lo que experimento ahora.
Cuántas veces he fantaseado con parecerme, al menos un poco y por un breve instante a un keniata. Cuántas veces viendo sus gráciles y majestosos biotipos he pensado “qué se sentiría ser como ellos”.Pues bien, hoy finalmente creo y siento estar rozando aquella utopía.
Han transcurrido las horas, pero las magníficas escenas de la jornada vivida se siguen repitiendo una y otra vez en mi mente, vuelven al presente sumamente reales resistiéndose a permanecer en el pasado. Pero lejos de significarme esta evocación espontánea un fastidio, por el contrario, me resulta muy grato el ejercicio de transitarlas nuevamente.
Ha llegado la noche y, como la gran mayoría de los sábados, hay “juntada de amigos”. Hoy tocan “fideos blancos con queso mantecoso” en casa de Víctor. Constituimos un pequeño grupo de buenos y fieles amigos que siempre procuramos estar muy presentes en buenas y malas. Tenemos algunos protocolos y costumbres muy estrictas, cuya única intención con ello es pretender mantener esta unión fuerte y saludable.
Los fideos blancos con queso mantecoso son nuestra comida predilecta, no sé si tanto por lo que nos agrada, lo cual es así, sino más bien por lo “sencilla” que significa hacer esta rápida y práctica comida. Pues entre todos ni siquiera hacemos un cocinero mediocre, de ahí para abajo.
Hemos terminado la cena y a continuación se viene el gran momento de la noche, “la frutilla del postre”. Víctor está terminando de poner en condiciones la flamante “videocasetera”. Solo él posee este útil artículo de “lujo” entre nosotros.
La expectativa crece y ya es enorme, estamos a punto de ver la competencia de esta tarde, esperamos deleitarnos con las imágenes de este día tan especial. Nos acomodamos cada quien en un lugar cómodo y estratégico, nadie tiene intenciones de perderse ni un segundo de filmación.
El deseo de verme en una filmación es inmenso, ya que nunca antes he tenido oportunidad de gozar de este exclusivo privilegio. Según los entendidos en el campo del entrenamiento, este es un hábito de una inestimable utilidad, principalmente en el afán de quienes pretenden mejorar y pulir la “técnica de carrera”.
Comienza la función, las luces se han apagado y el silencio es absoluto. Las primeras imágenes nos devuelven las escenas previas a la competencia, entre el auditorio se oyen algunas risas producto de lo que vemos y es que aún no llegamos al “gran acto”, la carrera en sí.
Por mi parte, no sé claramente qué esperar al verme filmado. Soy consciente de que mi virtud mayor no es especialmente, ni mucho menos, la técnica de carrera. No obstante, creo casi con seguridad haber mejorado este año bastante en este aspecto, por ende lo que espero ver es ni remotamente un producto perfecto y acabado, pero sí por lo menos algo mucho más armónico y estético que el año pasado.
Por fin el gran momento ha llegado, se suceden las primeras imágenes de la carrera, ante nosotros la proyección de la largada y por ahora sólo puede apreciarse un tumulto confuso de corredores.
Poco a poco, aunque aún lejano al foco de la cámara, soy capaz de distinguirme, con lo cual me es inevitable volver a sentir cierto nivel de emoción. Revivo con las escenas una vez más la “mágica tarde”.
Ahora sí, nos llegan los “primeros planos” y de pronto me he convertido en el actor principal de la filmación. Estoy anonadado y a la vez estupefacto, pues me cuesta darle crédito a lo que veo.
Ante mis ojos puedo apreciar a un corredor muy poco o nada grácil, carente de fluidez alguna y con una rigidez en el tren superior que duele de solo verla. Estoy decepcionado y hasta un poco avergonzado por tener la osadía de compararme en mi mente y al concluir la carrera con un keniata, nada menos atinado, pues esto que veo está muy alejado de estos corredores perfectos y elegantes.
Deseando que de una vez por todas finalice aquel acto grotesco pienso que debo asumir la cruel realidad: “jamás seré un keniata blanco”.
Cristian Malgioglio
Tres veces campeón argentino absoluto de 100 km
en carretera y miembro de selecciones nacionales
Foto: gentileza Cristian Malgioglio
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